martes, 3 de septiembre de 2013

Una muerte llevadera (Capítulo 5)

CAPÍTULO 5.- EL JUICIO
                       Con las manos entre sus muslos, entrelazados los dedos por efecto de las esposas y los codos apoyados en sus piernas, Expósito ocupó el primer banco de la Sala manteniendo la postura cabizbaja. Y así permaneció durante todo el juicio. Ausente, absolutamente ausente en cuerpo y alma. Ni uno de sus sentidos se estimulaba con lo que allí ocurría.
                       Cuando el Sr. Juez reclamó su atención, el policía que ocupaba un puesto a su espalda tuvo que avisarle con un leve empujón. Pronunció la fórmula jurídica adecuada para estos casos y le anunció al acusado el acuerdo unánime al que la Sala había llegado: “Culpable de 14 asesinatos, por lo que se le impone la pena de cadena perpetua”.     
                       Sólo en ese momento, Expósito cruzó su mirada con la del Sr. Juez que se mantenía impasible, con una actitud flemática, acostumbrado a estas situaciones que le ofrecía su profesión, y sintió el frío de un irrefrenable desprecio.
                       La Sala que había permanecido callada muda– hasta entonces que oyó la sentencia,  rompió el silencio y un bullicio resultante de la suma de 64 voces llenó la estancia. Había gente del pueblo, latifundistas de la región, familiares, curiosos y hasta un periodista local –un joven blanquecino, menudo, con gafas de concha que durante tres horas largas observó, hipnotizado, la actitud indiferente que mostraba el reo.
                       Leía silabeando, tomándose su tiempo, intentando comprender lo que le deparaban aquellos signos. Mientras, el funcionario judicial, un hombre seco y robusto, lo observaba impaciente intercalando frases explicativas sobre el documento con el fin de apresurar la firma del reo. La suerte ya  estaba echada.
                       Al final del juicio, reunido en el pasillo con su abogado defensor –un hombre con aire de total indiferencia–, con voz de falsete, ridículo hasta la hilaridad, ya que parecía estar rebozado en moscas, sintió cómo este retenía su mano, como promesa de que en breve cuidaría de él mientras intercambiaba frases de agrado con el policía que lo escoltaba. Y entonces le dijo interpretando una ligera angustia:
–Has podido ver que he hecho lo imposible. Más no se puede hacer. De todas formas, nos queda la baza del indulto. No te preocupes, seguiré de cerca tu caso y …
              Levantó  las manos mostrándole, conscientemente, los grilletes para socorrerle del apuro y dejar de oír esa vocecita empalagosa.
              Calló a la espera de sus palabras.
–No quiero el perdón de los hombres, ni siquiera el del dios que ellos han creado. Quiero mi perdón.
              Pronunciada su sentencia, dos tricornios le indicaron el camino inexorable hacia su nuevo futuro: el innombrable.