lunes, 7 de septiembre de 2015

POSTAL DESDE EL INFIERNO

Lasaha es un pueblo en la frontera de Nigeria con……Somos 117 habitantes hoy, mañana no sabemos porque la natalidad no juega con la mortalidad un papel coherente. El martes 117, el viernes 119, el domingo 111. Sin estructura económica más que la de subsistencia. La social data de hace siglos al igual que la justicia y la política. Aún así, y visto lo que he visto, considero a mi pueblo civilizado. Un rey elegido por su sabiduría y no por su linaje. Aquel que más reportara a su pueblo adquiría por derecho la responsabilidad de gobernar los designios de sus iguales. La justicia se aplicaba según el razonamiento de la mayoría y no por el de los afectados. La ley del Talión, sin conocerla, nos parecía, en muchas ocasiones desproporcionada. Debemos tener en cuenta que el delito de robo no existía en Lasaha. No había pertenencia que pudiera ser codiciada, ni manera de disfrutarla si así fuera.
Emigré hacia un sueño mejor, que no era el mío. Dejé atrás los sueños de mis hermanos y hermanas pequeños, de tíos y tías, primos, madre y padre, incluso mis abuelos albergaban esperanzas. Ellos dormían con la imagen de un hombre que traería el sustento diario. Y eso les aliviaba el hambre. El verdaderamente pobre requiere de muy poco para saciar su necesidad más fundamental. Lo sé. A veces te acuestas pensando que mañana comerás y ese pensamiento disipa el dolor del estómago vacío.
Nuestra felicidad distaba mucho del concepto que tenían los pobladores de los países que conocí. No era conformista sino realista. Vivíamos felices con un plato de comida al día y también con dos platos a la semana. Pero el hambre no conoce la felicidad. Las barrigas infladas de los niños y los esqueléticos cuerpos de los ancianos junto con las desdentadas bocas juveniles no eran espectáculos que inspiraran gratas emociones. El ingenio despertado por la necesidad te inducía a explorar nuevas posibilidades. Atraídos por los ecos del más allá, las pocas fuerzas de las que disponías te incitaban a emigrar. La idea era muy sencilla: “Peor no puede ser”. A nuestro pueblo, a Lasaha, habían llegado por fuerza eólica páginas que mostraban casas de ladrillo con más de dos y tres plantas, coches en los que podría vivir una de nuestras familias y establecimientos con comida empaquetada suficiente para saciar a la oscilante población de Lasaha durante varias lunas y soles, lluvias y sequías. Ropas con ornamentos que nos quitarían el frío y nos cubrirían del calor a varios de nosotros y las portaba una sola persona.
No nos queremos ir. No nos gusta abandonar nuestra casa de barro y a nuestra gente. Queremos más de lo que tenemos porque no tenemos nada.
En Lasaha los días duran 24 horas y el año 365 días. La sed te reseca los labios, el hambre te da dolor de estómago, la arena quema las plantas de tus pies. Todo igual que en Detroit, Madrid o París. ¿Cuál es la diferencia? Creo que la diferencia radica en la localización de las coordenadas -líneas imaginarias situadas ordenadamente en el espacio terrestre-, que te vieron  nacer, crecer y morir. Veo a mi prima con doce años ir a por agua. Son 3 km. y medio acarreando un bidón de 5 litros. Actividad diaria. Observo a mi hermano salir con 14 cabras a por pasto caminando 11 km. Actividad diaria. Muy diferente a la natación, piano, ballet o judo de sus semejantes a 3000 km de distancia. Con la misma edad, con los mismos sentimientos, con ilusiones, con…Y sin…
Nuestras aspiraciones eran muy sencillas. Únicamente queríamos vivir o morir sin dolor. Nos planteábamos cómo podía ser tan diferente la vida de los hombres, cómo podía ser que tu basura pudiera convertirse en mi sustento. Una vez vimos televisión y no dábamos crédito. Una calle de New York repleta de riquezas tiradas en la calle y la gente no reparaba en ello. Estaba claro que no las necesitaban y para nosotros era un potosí.


domingo, 2 de agosto de 2015

El género humano invisible

O
Oscureció. De repente la ausencia de color. Negro pálido enlutado de tristeza, de melancólica añoranza, con tonos grises de pérdida, de adioses, de ceguera. Un agujero negro azabache se atrincheró en mi cuerpo y la primavera y el verano abandonaron mis sentidos dando su lugar al otoño y al invierno que se manifestaban en lágrimas como la caída de las hojas y ríos de sangre helada como los gélidos lagos. Estaciones que marcaban mi ánimo y no le permitían ver el sol ni sentir calor.


Físicamente el cuerpo me pedía salir de ese estado y psicológicamente el cerebro reclamaba luz. Una sonrisa se había convertido en un rictus feo y sin armonía. Se me habían agrietado los labios por mi bioclima y al intentar sonreír me sangraban del esfuerzo. Desistí. Mi mayor y única obsesión era posicionarme en el no pensamiento. Una mente tan negra que me hiciera imposible tener la menor de las ideas o el mayor de los recuerdos para no atormentarme. En mi vida, ¿vida?, reinaba, en régimen absolutista, la horrible sensación de no querer vivir.
Desde los 13 años cuidaba de don Marcial que inició sus juegos con mi culo sobándolo a la hora del desayuno, cuando esmeradamente se lo llevaba en aquella bandeja de plata a la cama. Por aquel tiempo contaba con la ayuda de “ña” Pilar. Era imposible que yo asumiera todas las tareas. Aún no contaba con la fuerza suficiente para dominar el peso muerto del inválido enfermo, y rico, muy, muy rico. Y caprichoso, muy, muy caprichoso. Y tirano, muy, muy tirano. Debió de ser todo un galán en tiempos no muy lejanos y su fama le precedía. No me desagradaban las manos de don Marcial, claramente las prefería a las de mi padre que abofeteaban mis nalgas como si de arrear un caballo se tratara. Por esos años, mi trasero no conocía más apéndices que los suyos. Ambos con el mismo interés y con tanta diferencia a la vez. La curiosidad, que mueve el mundo, se apoderó de mí. Quería saber, aunque fuera temprana esa experiencia, el porqué de tanta distancia sensorial en un mismo acto más allá de los protagonistas. Me preguntaba por qué no sentía lo mismo con mi padre, el hombre que ayudó a que yo estuviera en el mundo, que con un extraño como mi señor. No le gustaba ese título, siempre me recriminaba que lo usara diciéndome:
-          Alba, don Marcial basta.
                                     A
Alba es mi nombre y él me enseñó su significado. No pega  con mi piel morena, pelo negro carbón y ojos oscuros, pero es el que tengo. Me extraña oírlo ahora que sé la información que transmite.
Marcial también tiene su significado. No sabía que los nombres propios tuvieran valor semántico alguno. Bueno, en realidad, “solo sé que no sé nada”,  como dijo Sócrates queriendo decir no que no supiera, sino para indicar que no lo sabía con absoluta certeza.  Eso también me lo enseñó mi señor. Perdón, perdón, don Marcial. Todo eso me cautivaba, pero me empeñaba en comprender de dónde salía tanto afán por el saber. Yo, que no sabía nada sino lavar, fregar, coser y cocinar, pensaba que todo el conocimiento, todo el saber, todo eso a lo que llaman cultura se reducía a las acciones que día tras día, los 365,- que Don Marcial también me instruyó sobre la división del tiempo-, hacía desde que mi cuerpo y mi mente habían adquirido razón y posición. Para mí el tiempo se repartía  en las labores de la mañana, las del mediodía y las de la cena. Entonces el tiempo se paraba como los quehaceres. Era la hora de descansar y meditar en todo aquello que no entendía. Era lo que me gustaba del  trabajo en casa de don Marcial, que todos los días, cuando se detenía el tiempo para descansar, tenía mucho en qué pensar. En cambio, cuando él se iba a la ciudad, por eso del médico, y yo volvía a casa de mis padres, el tiempo se tornaba insulso.
C
Cuando el día hacía honor a mi nombre,  sacaba del cajón aquel pañuelo blanco níveo, de tacto sedoso y con un olor a limpio que inundaba mi apéndice nasal haciéndome cerrar los ojos, y lo ponía a acariciar mis mejillas, mis labios y mi cuello. Una experiencia onírica que durante unos escasos minutos me hacía sentir especial, incluso bella. Me hacía suya, quedaba subyugada a él esclavizando mis sentidos. Lo separaba de mí y me hería el desapego. Era doloroso volver a introducirlo en su urna, que era un simple cajón de una modesta cómoda. Respiraba hondo en un largo suspiro de despedida. Entonces, la normalidad. Volvía a verme vulgar. Tanto poder en un sencillo complemento. Pero necesitaba ese tacto, esos mimos que no recibía del ser humano. Ávida de cariño. Más. Siempre se quiere más.
Procuré siempre ser totalmente aséptica en mi trabajo. Ni dar ni recibir confianzas sino ceñirme a mis tareas para evitar confusiones. Pero fue materialmente imposible. Por más que elucubraba sobre cómo zafarme de las garras de la curiosidad por experimentar todo lo que el mundo me ofrecía, no conseguía mantenerme ajena. Era como un amor imposible. Se me ocurrían muchas cosas que transformaba en pequeñas reflexiones y no las escribía porque pensaba que mis aptitudes para la escritura no eran las idóneas, y eso que me animaban para que lo hiciera. Sin complejos, conocedora de mis limitaciones. Un poco soberbia. Ese pecado capital sobrevolaba mi temperamento. Gran observadora, me alimentaba de todo lo que veía, oía o probaba. Una gran aprendiza y una maestra de las de la letra con sangre entra.
D
Descubrí mis habilidades culinarias y decidí explotarlas. Disfrutaba inventando platos que deleitaban los paladares más exigentes. El solomillo, a pesar de ser el corte más caro es el más insulso, así que lo trabajaba poco. Un día cociné un pollo en salsa de ciruelas. Lamí las ciruelas y metí el pollo entre mis pechos antes de empezar  y lo hice con lujuria. Pues transmití esa pasión en los comensales. Noche de sexo en las habitaciones de los invitados. Al parecer tu estado de ánimo se convierte en una especia más del plato que elaboras. Y es verdad. El cariño, la pena, la pasión puedes probarlas junto con las verduras, el pescado, la carne o el helado. ¡Ay, Un pareo! No, no, ¡un pareado!


M
Me embelesaba verle limpiar con ese esmero su pipa, me adormecía observarle proceder en esa tarea. Sus manos limpias, uñas cuidadas y dedos gelatinosos que con el tiempo iban explorando lugares más recónditos de mi culo proporcionándome un placer que me avergonzaba y deleitaba a la vez. Con don Marcial los toqueteos eran diferentes. 
No sé quién es el padre de mi primer hijo ni del segundo, del tercero sí. El sobrino de don Marcial, que en el estío de aquel año vino de visita a pedir dineros a su tío, se fue sin los cuartos dejando una preñada.
Diecinueve años y tres hijos en el mundo.
No estamos en 1800. Hoy es 23 de septiembre del año 2013. Tengo 22 años y don Marcial se empeña en que aprenda a leer y a escribir. Cada vez que cometo un error me castiga pellizcando delicadamente mis pezones. Dice que tenga cuidado con mis pechos para que las maternidades no los deformen. Todos mis hijos han salido muy mamones.
Se llama Marcial. Don es un título, un tratamiento, como él me explicó. Régulo es mi padre. No don Régulo, ni don Benito el del bar, Benito o Beni como le llaman sus parroquianos. Don, conozco dos. Mi señor, perdón, don Marcial y don Severo, el cura de Tamargada, mi pueblo. Don no es cualquiera. Es un tratamiento como me explicó él. ¿Y doña?, ¿existe doña? Conocí a “ña” Pilar, ¿pero era doña Pilar? No lo creo. Tendré que preguntárselo a él.
E
En Tamargada tenía fama de puta por ser madre soltera, aunque ningún varón del pueblo conocía mi cuerpo más abajo de mis trajes, que eran tres. Dos mudas de entresemana y uno para las fiestas. Pero parecía que todos habían visitado mi entrepierna y dejado billete en mi mesa de noche.
Régulo no me trataba como hija sino como puta. El parentesco, al parecer le otorgaba el derecho de gratuidad. Puta me llamaba, pero nunca me pagaba. Los padres de mis hijos tampoco lo hicieron y según don Marcial, la puta, ramera, prostituta, meretriz y más nombres que me refirió eran aquellas que ofrecían sus favores carnales a cambio de un estipendio. También me dijo lo que era estipendio, claro porque si no… ¿Saben por qué se les llamaba “rameras”? Se colgaba una rama de olivo en las puertas de las casas que ejercían tal gustosa actividad, y por eso se las llamó así.
Mis tres varones tenían sello. Todos se parecían a sus padres. ¡Menos mal que no les puse el mismo nombre de sus progenitores! Les delataría.
La primera vez que me besó con la lengua se me mojaron las bragas. Pensé que me orinaba y no fue así. Me temblaron las piernas y no estaba enferma, se me calentó el cuerpo y era invierno, me mareé sin catar el anís. ¿Por qué? ¿Qué líquido había humedecido mi ropa interior?
Aquella tarde tuve que ir al bar de Benito a por un cuarto de vino pata blanco para la cena de don Marcial y sentí como alfileres las miradas de todos los hombres taladrando mi culo, mis senos, mi cintura y hasta mis muslos. Al salir tuve un sueño despierta en el que todos me desnudaban a jirones con mi traje de primera muda y sus miembros golpeaban todo mi cuerpo y me poseían a galope tendido. Fue apabullante.
Me empeñé en aprender con los pellizcos de don Marcial y he de confesar que en más de una ocasión erré a propósito para sentir cómo se dilataban mis pezones entre sus dedos gelatinosos. Pronto leí, aunque tardé más en escribir. Me gustó leer “La historia interminable” de Michael Ende. Luego me hizo leer el Quijote. “Obligada lectura”, me dijo, así como las obras de don Benito Pérez Galdós, que nada tenía que ver con el del bar.
C
Cuchillos, navajas, tijeras y hachas eran instrumentos que se convertían en mis manos, daba igual derecha que izquierda, en la continuación de mis miembros superiores. Mataba un pollo a 5 metros de distancia de certera cuchillada y a un ternero diana en su cuello a 10 metros con el hacha corta. Régulo era famoso navajero. De mi abuelo hablo, pero también lo era su hijo, mi padre, pero ya no se estilaban los duelos a navaja como antes por un quítame allá esas pajas. Mantuve con esas artes el orgullo de una puta, pero honrada. Por costumbre siempre llevaba a mano una mariposa que heredé de mi abuelo y que manejaba como un ratero del Bronx, así me decía don Marcial cuando me vio hacer algunas filigranas con una navaja tan complicada de manejar y que tanto juego daba para presumir de destreza. Aquella tarde, saliendo de la farmacia, el hijo de Tanito y un par de colegas suyos trataron de asediarme. Me espaldeé contra la pared trasera de la farmacia y les dejé llegar hasta los dos metros de mí fanfarroneando con lo que me iban a hacer y lo mucho que iban a gozar con sus juegos. Posé la bolsa en el suelo, eché mano a mi espalda y brilló el plateado de mi navaja mariposa. Abro, cierro, la paso de mano en mano y de un zarpazo rajo la camiseta del primero, la cambio de mano y se la coloco en el gaznate al segundo, el tercero ya corría mientras el primero se meaba en sus pantalones vaqueros ceñidos. La cierro en el aire, cojo la bolsa y dándoles la espalda espeté:
-          Niñatos amariconaos.
Aquella noche, al pararse el tiempo, me sentí ufana. ¡Qué sensación! Nunca le conté tal hazaña a don Marcial, pero llegó a sus oídos y este fue su sermón:
-          Alba. Mi dulce Alba. Apretó con delicadeza mi nalga izquierda y me sentó en sus inertes rodillas. La violencia para las bestias. La razón es más poderosa que la fuerza física y la indiferencia la mayor de las bofetadas. Notarás que a medida que veas aumentar tu conocimiento, disminuirá tu carácter vehemente. El saber te da razones que el puño no alcanza. En una pelea nadie gana,solo uno pierde menos que el otro.
Y así sucesivamente encadenaba sus mensajes para que mis débiles entendederas llegaran a menospreciar el arte de manejar la navaja ante la habilidad del uso de la dialéctica. Vamos, digo yo. Y no con mis palabras sino con las suyas.



Esta historia no ha acabado, la continuaré mañana.