Hasta hace poco la prensa publicaba artículos y artículos acusando de xenofobia y racismo a Italia y Grecia cuando llegaban a sus costas hasta más de 7000 emigrantes
VICEVERSA
viernes, 23 de febrero de 2024
viernes, 9 de diciembre de 2016
Aquella gente
Tristes,
parecen tristes. Les hablas como a los niños y ni siquiera sabes si
sienten como niños. Quizás les tengan miedo al mundo y lo que ven
les aterroriza. Mueven su cuerpo sin gestualizar, su mímica es nula.
La antikinesia, los apologistas de la hipomimia. Nos ofrecen una
enigmática compasión que se puede transformar en una melosa envidia
por no poder disfrutar, en ocasiones, de ese laberíntico mundo que
supone la más absoluta soledad. Suaves y lejanos como un perfume que
hubiera envejecido en ese pañuelo guardado en un desvencijado cajón.
Habitan en los lugares más caprichosos –o eso se me antoja- y
viven las mayores aventuras, y conocen a los dioses más exóticos.
Son el cronómetro del tiempo y encierran en su urna el verdadero
concepto del silencio. Eterno silencio. Sus ojos son el grito de la
angustia, del terror a lo desconocido. Un misticismo desbordante.
Dueños y esclavos de su destino. O es mentira y sus ojos son
escépticos, o tal vez encierran el conocimiento exacto y único del
que sabe que todo se sabe. Porque esa es la verdad universal, que
solo sabemos lo que hemos conocido. Palpan la vida como los ciegos.
Vuelta atrás
—
Un paquete de Vencedor sin filtro y un paquete de Partagás.
En aquel tiempo se despachaba tabaco a los niños. Y corría como
una liebre calle arriba al estanco de Horacio.
—Horacio,
que dice mi abuelo que me des un paquete de Vencedor…
—…sin
filtro y otro de Partagás.
No me dejaba acabar. Ya conocía el pedido.
—Se
lo apunto.
—No,
no. Me dio el dinero.
—Venga trae.
Le daba una moneda de 25 pesetas y él siempre me daba mal las
vueltas para comprobar si estaba vivo, como él decía, o no.
—
Horacio, me tienes que dar 20 pesetas y aquí tengo 15. Falta un
duro.
—¿Seguro?
A mí, aquel ¿seguro? Me sonaba a cachetada. No me hacía ninguna
gracia. Que dudara de mi honestidad, a pesar de mis pocos años era
un grave insulto. Mi abuelo me inculcaba la importancia, la vital
importancia de tener un comportamiento intachable.
La mayoría de las golosinas se vendían a
granel, al peso. Un sábado por la mañana íbamos mi abuelo y yo a
comprar el pan y la prensa. La costumbre era elegir una chuchería y
me compraba una bolsa. Aquel sábado opté por pastillas de goma.
Abrí el tarro de cristal donde se guardaban, cogí una palada y las
metí en la bolsa de plástico que puse sobre el mostrador junto con
el periódico y el pan; mientras, mi abuelo conversaba con Horacio
sobre el mal horario de los “Micros” (que así se llamaban a los
coches de hora, a las guaguas de la época). Sin malicia cogí una
pastilla de goma y sin ocultarme la metí en mi boca y la chupé
disfrutando
su sabor a fresa, que fue la que
me tocó. Acabada la conversación, Horacio pesó las gominolas y le
dio la cuenta.
—59
ptas., Terio.
Al doblar la nevera, -que así llamábamos a la esquina entre la carretera y la bajada al Bebedero,
mi calle, porque justo la doblabas, te llegaba una intensa corriente
de aire helado-, me pregunta mi abuelo:
—¿Cogiste
una pastilla antes de que Horacio pesara la bolsa?
—Sí,
de fresa, abuelo, pero prefiero las marrones que son de cola.
Respondí con la inocencia del que no se sabe culpable de nada.
—¿Y
se lo dijiste a Horacio?
En ese momento, por su tono de voz y por una rápida reflexión del
hecho, con la voz insegura dije:
—No,
no. Y me paré.
Me estaba mirando. Sentí miedo y una gran vergüenza. Di media
vuelta y temblando volví al estanco. Había gente y esperé, pero
Horacio me pregunta:
—¿Qué
olvidaste?
—Nada,
nada. Es que…Y miré a la señora Bertina, la tía de José
Manuel, el de la casa de la higuera junto a la barbería.
El estanco quedó en silencio y ambos me miraban curiosos viendo mi
miedo, viendo mi vergüenza, y esperando a que dijera o hiciera algo.
Fueron segundos larguísimos hasta que sentí el calor de la sombra
de mi abuelo colocado en la puerta. No me atreví a mirarle.
Entonces...
—
¿Horacio que… Que cuando estabas hablando
con mi abuelo…Cuando estabas hablando con mi abuelo, yo cogí una
pastilla de goma y me la comí, y no te dije nada, y no te la pagué.
Fue un momento larguísimo en el que noté el calor del rubor y me
sentí abatido, como si mi honor, el de un niño de 12 años, se
hundiera. Algo que yo defendía como si de un caballero de la tabla
redonda se tratara. La figura de Terio, centrada en la puerta, le
indicó a Horacio que debía actuar con contundencia. Saqué una
pastilla de goma, de fresa, de la bolsa y se la devolví. Horacio se
mantenía en silencio y la señora Bertina también. Terio imponía y
no se atrevieron a minimizar mi acto. La vuelta a casa fue toda una
odisea para mí. Estaba deseando llegar y alejarme de esa presencia
que tanto me intimidaba y a la que tanto adoraba. Defraudarle suponía
una pequeña muerte. Una lección de sudor y lágrimas. En aquel
rincón donde me refugié al llegar a casa, hubo un momento en que le
odié. ¿Cómo él se atrevía a herir mi orgullo y a cuestionar mi
integridad? Él, él, que elogiaba mi comportamiento cívico,
esmerada educación, mi madura personalidad y mi concepto de los
valores humanos. Él, que me había instruido en todo ello, lo había
destruido de un plumazo y por una puta pastilla de goma. Me costó
entender el mensaje y me vio tan abatido que se apiadó y tras un
abrazo y un beso en la mejilla me explicó las razones de su
actuación.
—¿
Toñín. Tú mismo hubieras destruido tu imagen si Horacio pensara
que había mala intención en comerte la pastilla. Yo sé que no, y
Horacio, seguramente, también, pero no puedes arriesgarte a que se
pueda dudar. Hay que ser honrado y parecerlo. Quizá esto último es
más o tan importante.
lunes, 7 de septiembre de 2015
POSTAL DESDE EL INFIERNO
Lasaha es un
pueblo en la frontera de Nigeria con……Somos 117 habitantes hoy, mañana no
sabemos porque la natalidad no juega con la mortalidad un papel coherente. El
martes 117, el viernes 119, el domingo 111. Sin estructura económica más que la
de subsistencia. La social data de hace siglos al igual que la justicia y la
política. Aún así, y visto lo que he visto, considero a mi pueblo civilizado.
Un rey elegido por su sabiduría y no por su linaje. Aquel que más reportara a
su pueblo adquiría por derecho la responsabilidad de gobernar los designios de
sus iguales. La justicia se aplicaba según el razonamiento de la mayoría y no
por el de los afectados. La ley del Talión, sin conocerla, nos parecía, en
muchas ocasiones desproporcionada. Debemos tener en cuenta que el delito de
robo no existía en Lasaha. No había pertenencia que pudiera ser codiciada, ni
manera de disfrutarla si así fuera.
Emigré hacia un sueño mejor, que no era el mío. Dejé atrás los sueños
de mis hermanos y hermanas pequeños, de tíos y tías, primos, madre y padre,
incluso mis abuelos albergaban esperanzas. Ellos dormían con la imagen de un
hombre que traería el sustento diario. Y eso les aliviaba el hambre. El
verdaderamente pobre requiere de muy poco para saciar su necesidad más
fundamental. Lo sé. A veces te acuestas pensando que mañana comerás y ese
pensamiento disipa el dolor del estómago vacío.
Nuestra felicidad distaba mucho del concepto que tenían los pobladores
de los países que conocí. No era conformista sino realista. Vivíamos felices
con un plato de comida al día y también con dos platos a la semana. Pero el
hambre no conoce la felicidad. Las barrigas infladas de los niños y los
esqueléticos cuerpos de los ancianos junto con las desdentadas bocas juveniles
no eran espectáculos que inspiraran gratas emociones. El ingenio despertado por
la necesidad te inducía a explorar nuevas posibilidades. Atraídos por los ecos
del más allá, las pocas fuerzas de las que disponías te incitaban a emigrar. La
idea era muy sencilla: “Peor no puede ser”. A nuestro pueblo, a Lasaha, habían
llegado por fuerza eólica páginas que mostraban casas de ladrillo con más de
dos y tres plantas, coches en los que podría vivir una de nuestras familias y
establecimientos con comida empaquetada suficiente para saciar a la oscilante
población de Lasaha durante varias lunas y soles, lluvias y sequías. Ropas con
ornamentos que nos quitarían el frío y nos cubrirían del calor a varios de
nosotros y las portaba una sola persona.
No nos queremos ir. No nos gusta abandonar nuestra casa de barro y a
nuestra gente. Queremos más de lo que tenemos porque no tenemos nada.
En Lasaha los días duran 24 horas y el año 365 días. La sed te reseca
los labios, el hambre te da dolor de estómago, la arena quema las plantas de
tus pies. Todo igual que en Detroit, Madrid o París. ¿Cuál es la diferencia?
Creo que la diferencia radica en la localización de las coordenadas -líneas
imaginarias situadas ordenadamente en el espacio terrestre-, que te vieron nacer, crecer y morir. Veo a mi prima con doce
años ir a por agua. Son 3 km. y medio acarreando un bidón de 5 litros. Actividad
diaria. Observo a mi hermano salir con 14 cabras a por pasto caminando 11 km.
Actividad diaria. Muy diferente a la natación, piano, ballet o judo de sus
semejantes a 3000 km de distancia. Con la misma edad, con los mismos
sentimientos, con ilusiones, con…Y sin…
Nuestras aspiraciones eran muy sencillas. Únicamente queríamos vivir o
morir sin dolor. Nos planteábamos cómo podía ser tan diferente la vida de los
hombres, cómo podía ser que tu basura pudiera convertirse en mi sustento. Una
vez vimos televisión y no dábamos crédito. Una calle de New York repleta de
riquezas tiradas en la calle y la gente no reparaba en ello. Estaba claro que
no las necesitaban y para nosotros era un potosí.
domingo, 2 de agosto de 2015
El género humano invisible
O
Oscureció. De repente la ausencia
de color. Negro pálido enlutado de tristeza, de melancólica añoranza, con tonos
grises de pérdida, de adioses, de ceguera. Un agujero negro azabache se
atrincheró en mi cuerpo y la primavera y el verano abandonaron mis sentidos
dando su lugar al otoño y al invierno que se manifestaban en lágrimas como la
caída de las hojas y ríos de sangre helada como los gélidos lagos. Estaciones
que marcaban mi ánimo y no le permitían ver el sol ni sentir calor.
Físicamente el cuerpo me pedía
salir de ese estado y psicológicamente el cerebro reclamaba luz. Una sonrisa se
había convertido en un rictus feo y sin armonía. Se me habían agrietado los
labios por mi bioclima y al intentar sonreír me sangraban del esfuerzo.
Desistí. Mi mayor y única obsesión era posicionarme en el no pensamiento. Una
mente tan negra que me hiciera imposible tener la menor de las ideas o el mayor
de los recuerdos para no atormentarme. En mi vida, ¿vida?, reinaba, en régimen
absolutista, la horrible sensación de no querer vivir.
Desde los 13 años cuidaba de don
Marcial que inició sus juegos con mi culo sobándolo a la hora del desayuno,
cuando esmeradamente se lo llevaba en aquella bandeja de plata a la cama. Por
aquel tiempo contaba con la ayuda de “ña” Pilar. Era imposible que yo asumiera
todas las tareas. Aún no contaba con la fuerza suficiente para dominar el peso
muerto del inválido enfermo, y rico, muy, muy rico. Y caprichoso, muy, muy
caprichoso. Y tirano, muy, muy tirano. Debió de ser todo un galán en tiempos no
muy lejanos y su fama le precedía. No me desagradaban las manos de don Marcial,
claramente las prefería a las de mi padre que abofeteaban mis nalgas como si de
arrear un caballo se tratara. Por esos años, mi trasero no conocía más
apéndices que los suyos. Ambos con el mismo interés y con tanta diferencia a la
vez. La curiosidad, que mueve el mundo, se apoderó de mí. Quería saber, aunque
fuera temprana esa experiencia, el porqué de tanta distancia sensorial en un
mismo acto más allá de los protagonistas. Me preguntaba por qué no sentía lo
mismo con mi padre, el hombre que ayudó a que yo estuviera en el mundo, que con
un extraño como mi señor. No le gustaba ese título, siempre me recriminaba que
lo usara diciéndome:
-
Alba, don Marcial basta.
A
Alba es mi nombre y él me enseñó
su significado. No pega con mi piel
morena, pelo negro carbón y ojos oscuros, pero es el que tengo. Me extraña
oírlo ahora que sé la información que transmite.
Marcial también tiene su
significado. No sabía que los nombres propios tuvieran valor semántico alguno.
Bueno, en realidad, “solo sé que no sé nada”, como dijo Sócrates queriendo decir no que no
supiera, sino para indicar que no lo sabía con absoluta certeza. Eso también me lo enseñó mi señor. Perdón,
perdón, don Marcial. Todo eso me cautivaba, pero me empeñaba en comprender de
dónde salía tanto afán por el saber. Yo, que no sabía nada sino lavar, fregar,
coser y cocinar, pensaba que todo el conocimiento, todo el saber, todo eso a lo
que llaman cultura se reducía a las acciones que día tras día, los 365,- que
Don Marcial también me instruyó sobre la división del tiempo-, hacía desde que
mi cuerpo y mi mente habían adquirido razón y posición. Para mí el tiempo se repartía en las labores de la mañana, las del mediodía
y las de la cena. Entonces el tiempo se paraba como los quehaceres. Era la hora
de descansar y meditar en todo aquello que no entendía. Era lo que me gustaba
del trabajo en casa de don Marcial, que
todos los días, cuando se detenía el tiempo para descansar, tenía mucho en qué
pensar. En cambio, cuando él se iba a la ciudad, por eso del médico, y yo
volvía a casa de mis padres, el tiempo se tornaba insulso.
C
Cuando el día hacía honor a mi
nombre, sacaba del cajón aquel pañuelo
blanco níveo, de tacto sedoso y con un olor a limpio que inundaba mi apéndice
nasal haciéndome cerrar los ojos, y lo ponía a acariciar mis mejillas, mis
labios y mi cuello. Una experiencia onírica que durante unos escasos minutos me
hacía sentir especial, incluso bella. Me hacía suya, quedaba subyugada a él
esclavizando mis sentidos. Lo separaba de mí y me hería el desapego. Era
doloroso volver a introducirlo en su urna, que era un simple cajón de una
modesta cómoda. Respiraba hondo en un largo suspiro de despedida. Entonces, la
normalidad. Volvía a verme vulgar. Tanto poder en un sencillo complemento. Pero
necesitaba ese tacto, esos mimos que no recibía del ser humano. Ávida de
cariño. Más. Siempre se quiere más.
Procuré siempre ser totalmente
aséptica en mi trabajo. Ni dar ni recibir confianzas sino ceñirme a mis tareas
para evitar confusiones. Pero fue materialmente imposible. Por más que
elucubraba sobre cómo zafarme de las garras de la curiosidad por experimentar
todo lo que el mundo me ofrecía, no conseguía mantenerme ajena. Era como un
amor imposible. Se me ocurrían muchas cosas que transformaba en pequeñas
reflexiones y no las escribía porque pensaba que mis aptitudes para la
escritura no eran las idóneas, y eso que me animaban para que lo hiciera. Sin
complejos, conocedora de mis limitaciones. Un poco soberbia. Ese pecado capital
sobrevolaba mi temperamento. Gran observadora, me alimentaba de todo lo que
veía, oía o probaba. Una gran aprendiza y una maestra de las de la letra con
sangre entra.
D
Descubrí mis habilidades culinarias
y decidí explotarlas. Disfrutaba inventando platos que deleitaban los paladares
más exigentes. El solomillo, a pesar de ser el corte más caro es el más
insulso, así que lo trabajaba poco. Un día cociné un pollo en salsa de
ciruelas. Lamí las ciruelas y metí el pollo entre mis pechos antes de empezar y lo hice con lujuria. Pues transmití esa
pasión en los comensales. Noche de sexo en las habitaciones de los invitados.
Al parecer tu estado de ánimo se convierte en una especia más del plato que
elaboras. Y es verdad. El cariño, la pena, la pasión puedes probarlas junto con
las verduras, el pescado, la carne o el helado. ¡Ay, Un pareo! No, no, ¡un
pareado!
M
Me embelesaba verle limpiar con
ese esmero su pipa, me adormecía observarle proceder en esa tarea. Sus manos
limpias, uñas cuidadas y dedos gelatinosos que con el tiempo iban explorando
lugares más recónditos de mi culo proporcionándome un placer que me avergonzaba
y deleitaba a la vez. Con don Marcial los toqueteos eran diferentes.
No sé quién es el padre de mi primer hijo ni del segundo, del tercero sí. El sobrino de don Marcial, que en el estío de aquel año vino de visita a pedir dineros a su tío, se fue sin los cuartos dejando una preñada.
No sé quién es el padre de mi primer hijo ni del segundo, del tercero sí. El sobrino de don Marcial, que en el estío de aquel año vino de visita a pedir dineros a su tío, se fue sin los cuartos dejando una preñada.
Diecinueve años y tres hijos en
el mundo.
No estamos en 1800. Hoy es 23 de
septiembre del año 2013. Tengo 22 años y don Marcial se empeña en que aprenda a
leer y a escribir. Cada vez que cometo un error me castiga pellizcando delicadamente
mis pezones. Dice que tenga cuidado con mis pechos para que las maternidades no
los deformen. Todos mis hijos han salido muy mamones.
Se llama Marcial. Don es un
título, un tratamiento, como él me explicó. Régulo es mi padre. No don Régulo,
ni don Benito el del bar, Benito o Beni como le llaman sus parroquianos. Don, conozco
dos. Mi señor, perdón, don Marcial y don Severo, el cura de Tamargada, mi
pueblo. Don no es cualquiera. Es un tratamiento como me explicó él. ¿Y doña?,
¿existe doña? Conocí a “ña” Pilar, ¿pero era doña Pilar? No lo creo. Tendré que
preguntárselo a él.
E
En Tamargada tenía fama de puta
por ser madre soltera, aunque ningún varón del pueblo conocía mi cuerpo más
abajo de mis trajes, que eran tres. Dos mudas de entresemana y uno para las
fiestas. Pero parecía que todos habían visitado mi entrepierna y dejado billete
en mi mesa de noche.
Régulo no me trataba como hija sino
como puta. El parentesco, al parecer le otorgaba el derecho de gratuidad. Puta
me llamaba, pero nunca me pagaba. Los padres de mis hijos tampoco lo hicieron y
según don Marcial, la puta, ramera, prostituta, meretriz y más nombres que me
refirió eran aquellas que ofrecían sus favores carnales a cambio de un
estipendio. También me dijo lo que era estipendio, claro porque si no… ¿Saben
por qué se les llamaba “rameras”? Se colgaba una rama de olivo en las puertas
de las casas que ejercían tal gustosa actividad, y por eso se las llamó así.
Mis tres varones tenían sello.
Todos se parecían a sus padres. ¡Menos mal que no les puse el mismo nombre de
sus progenitores! Les delataría.
La primera vez que me besó con la
lengua se me mojaron las bragas. Pensé que me orinaba y no fue así. Me
temblaron las piernas y no estaba enferma, se me calentó el cuerpo y era
invierno, me mareé sin catar el anís. ¿Por qué? ¿Qué líquido había humedecido
mi ropa interior?
Aquella tarde tuve que ir al bar
de Benito a por un cuarto de vino pata blanco para la cena de don Marcial y
sentí como alfileres las miradas de todos los hombres taladrando mi culo, mis
senos, mi cintura y hasta mis muslos. Al salir tuve un sueño despierta en el
que todos me desnudaban a jirones con mi traje de primera muda y sus miembros
golpeaban todo mi cuerpo y me poseían a galope tendido. Fue apabullante.
Me empeñé en aprender con los
pellizcos de don Marcial y he de confesar que en más de una ocasión erré a
propósito para sentir cómo se dilataban mis pezones entre sus dedos
gelatinosos. Pronto leí, aunque tardé más en escribir. Me gustó leer “La
historia interminable” de Michael Ende. Luego me hizo leer el Quijote. “Obligada
lectura”, me dijo, así como las obras de don Benito Pérez Galdós, que nada
tenía que ver con el del bar.
C
Cuchillos, navajas, tijeras y
hachas eran instrumentos que se convertían en mis manos, daba igual derecha que
izquierda, en la continuación de mis miembros superiores. Mataba un pollo a 5
metros de distancia de certera cuchillada y a un ternero diana en su cuello a
10 metros con el hacha corta. Régulo era famoso navajero. De mi abuelo hablo,
pero también lo era su hijo, mi padre, pero ya no se estilaban los duelos a
navaja como antes por un quítame allá esas pajas. Mantuve con esas artes el
orgullo de una puta, pero honrada. Por costumbre siempre llevaba a mano una
mariposa que heredé de mi abuelo y que manejaba como un ratero del Bronx, así
me decía don Marcial cuando me vio hacer algunas filigranas con una navaja tan
complicada de manejar y que tanto juego daba para presumir de destreza. Aquella
tarde, saliendo de la farmacia, el hijo de Tanito y un par de colegas suyos
trataron de asediarme. Me espaldeé contra la pared trasera de la farmacia y les
dejé llegar hasta los dos metros de mí fanfarroneando con lo que me iban a
hacer y lo mucho que iban a gozar con sus juegos. Posé la bolsa en el suelo,
eché mano a mi espalda y brilló el plateado de mi navaja mariposa. Abro,
cierro, la paso de mano en mano y de un zarpazo rajo la camiseta del primero,
la cambio de mano y se la coloco en el gaznate al segundo, el tercero ya corría
mientras el primero se meaba en sus pantalones vaqueros ceñidos. La cierro en
el aire, cojo la bolsa y dándoles la espalda espeté:
-
Niñatos amariconaos.
Aquella noche, al pararse el
tiempo, me sentí ufana. ¡Qué sensación! Nunca le conté tal hazaña a don
Marcial, pero llegó a sus oídos y este fue su sermón:
-
Alba. Mi dulce Alba. Apretó con delicadeza mi
nalga izquierda y me sentó en sus inertes rodillas. La violencia para las
bestias. La razón es más poderosa que la fuerza física y la indiferencia la
mayor de las bofetadas. Notarás que a medida que veas aumentar tu conocimiento,
disminuirá tu carácter vehemente. El saber te da razones que el puño no alcanza.
En una pelea nadie gana,solo uno pierde menos que el otro.
Y así sucesivamente encadenaba
sus mensajes para que mis débiles entendederas llegaran a menospreciar el arte
de manejar la navaja ante la habilidad del uso de la dialéctica. Vamos, digo
yo. Y no con mis palabras sino con las suyas.
Esta historia no ha acabado, la
continuaré mañana.
jueves, 27 de marzo de 2014
Homenaje a Leopoldo Panero.
En gratitud a su hierática pero intensa compañía.
A mí me gusta escribir y él era un escritor. Hombre de pocas palabras y muchas letras. Me atraía además su expresión perdida, y su soledad elegida lo hacía inasible a los que nos consideramos cuerdos. Lo percibí siempre lejano y con el alma llena de ansiedad dolorida. Me conmovía aquel hombre. Yo lo miraba de soslayo para no distraerlo de sus pensamientos. Su voz sonaba como si estuviera al otro lado del agua. Hablaba corto, no sonreía aunque me acompañaba su silencio.
Parece oculto,
entre negrura y fuego.
Parece lóbrego,
entre malicia y tristeza.
Parece lejano,
entre páramos y desiertos.
Sin embargo,
hablas de tu alma,
cercana, clara y conocida.
No es el Infierno.
Tú lo conoces.
¿Ya has descubierto el vacío?
¿Has paseado por la galería
del alma?
¿Te has sentado en el abismo?
¿Eres un muerto que respira?
Que respira sin merecer el
aire.
¿Te han presentado al Amor?
Y lo saludas como un extraño.
¿Y el poder? ¿Y el dolor?
No el que te causa haberlo
originado.
El dolor que tú has causado.
¿Lo has sentido?
No, porque te faltaría el aire.
Quedarías mudo por falta de
aliento.
Sordo por no oír la verdad.
Ciego por no ver otras
lágrimas.
Y sólo palparías tu propio
egoísmo.
Hojas muertas
entre las páginas de un libro.
Lágrimas añejas
en un pañuelo.
Pétreas legañas
en la almohada.
Las canas de tu
sien.
El aliento senil
de tu boca
La tez arrugada.
Todo eso también
es vida. O lo fue.
Descanse en paz
la Vida.
Fotos: El Roque Nublo.
jueves, 30 de enero de 2014
Qué imperfectos somos (Capítulo 1)
La Quebrada de Pumamarca se encuentra
al noroeste de Argentina, en la Provincia de Jujuy, ofrece un paisaje estremecedor.
Es un valle estrecho y alargado. A ambos lados de la Quebrada hay formaciones
montañosas de colores, donde la naturaleza las pintó con tonalidades del
blanco, rojo, naranja y amarillo. Extraordinario.
En la carretera que me llevaba a
los diferentes poblados de montaña con casas de adobe, antiguas iglesias y
ruinas que resisten el paso de casi 10 mil años, los indios de la etnia Kolla disponían,
en la orilla del camino, puestos de venta donde ofrecían artesanía, tallas de
madera, cerámica, telares, cestería… Más allá, los vendedores eran niños
pequeños, muy pequeños, que extendiendo unos mantelitos, colocaban
ordenadamente sus productos y se sentaban detrás, esperando.
Me acerqué con inquietud y mis ojos
se clavaron en sus manitas cuarteadas por el frío que se movían con rapidez
sobre el mostrador improvisado, donde aparecían collaritos, pulseras, peinillos
de hueso, algunas golosinas, llaveros –de donde pendían instrumentos musicales típicos de esa región–, y varios grupos de papas amontonadas de
cinco en cinco, formando una sucesión de pirámides en el borde del mantel.
Eran como nuestros niños, iguales,
con ojos, boca, nariz…, extremidades y con cerebro, también hablaban.
Compré algunos objetos y chicle.
Entregué un billete. Hizo la cuenta y me devolvió correctamente.
–¿Cuántos años tienes?
–Cuatro años, señorita.
Silencio.
¿Occidente?
¿Políticamente correcto?
¿Tolerancia?
¿Respeto?
¿Derechos?
¿Derechos de los niños?
¿Tercer Mundo o submundo?
¿Hambruna?
¿Igualdad?
Indolencia.
Escala de valores.
Niveles de contento.
¿Esperanza?
Sentí miedo de los humanos, y de
los humanos con poder, y de los humanos que deciden y de los humanos con
dinero, y de los gobernantes y de los alcaldes y de los concejales y de los liberados
sindicales y de los que opinan sin documentarse y de los directores de algo, y
de …, en general, de los humanos.
Qué imperfectos somos (Capítulo 2)
Durante
los tiempos anteriores al descubrimiento y colonización de estas regiones, la Quebrada
era el camino de los incas. A pesar de la
aculturación sufrida debido a la acción colonizadora, pasada y actual –realizada ahora por su propio pueblo– aún practican algunos de sus rituales y mantienen otras
formas culturales. Sus ocupaciones son antiquísimas y no poseen los títulos de propiedad
de sus tierras. Siguen siendo perseguidos y amenazados por terratenientes, e
incluso, algunas comunidades sufren severas represiones policiales o son “animados”
a abandonar sus tierras con cierre del paso hacia los centros poblados donde
venden sus productos.
El niño
vendedor cuidaba de una cabrita porque él
era ya grande. Cada día le daba de comer y la ordeñaba. Sus hermanos hacían
lo mismo, y sus padres también lo hicieron y sus abuelos y …
Yo volví a
mi mundo. Atragantada.
Tardo en
adaptarme a mis gustos, a mi comodidad, a mis palabras, a mis gestos.
Convivo
difícilmente con la desigualdad, con la falta de libertad, con la injusticia y
la estupidez de esta etnia nuestra, que cambia las palabras, inventa frases que
nadie entiende para endulzar y negar la amargura de tanta indolencia. No quiero
olvidarme de esos recuerdos. No quiero. Me proporcionan el peso necesario para
no desequilibrarme demasiado.
Ni
siquiera las religiones del mundo han logrado ennoblecer a tanta conciencia
entregada al rezo y al reconocimiento de Dios. Qué imperfectos somos.
Autora
invitada: Julia
jueves, 14 de noviembre de 2013
Agua de España (Capítulo 1)
Un despertar azorado fue
el recibimiento del miércoles a Toñito el basurero. Estremecido, percibe el
momento en que abrió los ojos: respiración entrecortada, 106 pulsaciones por
minuto, golpes de fuerte sudor y rápidamente tensionado. Pavor, pero por qué,
de qué. Estrechamente abrazado por la sensación de una catástrofe desconocida
aún pero cargada de realidad. Estaba seguro de no estar viviendo un sueño, o
mejor una pesadilla.
Ya no fue capaz de cerrar
los ojos, tanto por el miedo como por la suciedad. Se le ocurrió hacerlo en un
intento de dormir como fuera para huir o refugiarse de lo que le ocurría. Sus
párpados no recibían la orden de su cerebro. Se estaba haciendo daño en las palmas
de las manos con las uñas largas y ennegrecidas al apretar los puños.
Trató de concentrarse en el sentido del oído. Un goteo a
intervalos de unos 3 ó 4 segundos entre gota y gota. Ningún ruido más, ni
siquiera silencio.
Un ambiente cargado.
La vista era inútil, ni
siquiera se acostumbró a la oscuridad como para distinguir siluetas. Le
perseguían las brumas luminosas que le penetraban por todos sus poros y le
rodeaban incitándole a tragar y tragar.
El olfato fue el siguiente
sentido en el que fijó su atención. No tuvo que inspirar. Un tufo a salfumán
mezclado con orín rancio le provocó y por unos momentos le conquistó por la
fuerza. Sus partes estaban muy húmedas y al oler su mano comprobó que no era a
causa del sudor como hubiera deseado que fuera. No sabía cuántas horas llevaba
durmiendo, no podía saber si parte o la totalidad del orín rancio podría ser
suyo. Al estar en posición fetal comprobó, sin gran esfuerzo, que se encontraba
calzado con botas. Estaba totalmente vestido, incluso con una especie de
gabardina.
Hasta ahora el miedo no le
había permitido tomar la iniciativa para hacer más averiguaciones.
Debía pensar, una tarea
harto difícil teniendo en cuenta su estado.
El gusto. No tenía gusto. La
boca la sentía tan seca que parecía que hacía siglos que por su lengua, su
paladar y sus labios no había pasado ni una sola gota de saliva.
¡Dios, qué sed!
Escuchó su pensamiento
pero no identificó su voz.
La cabeza, sólo ocupada
por un fuerte dolor, le avisaba de que algo había para justificar ese rabioso malestar,
la resaca, clínicamente denominada jaqueca de resaca, causada habitualmente por
la ingesta desmedida de alcohol
Y revivió entre los
ardores, el frío y su miedo que no cesaba, cuando su abuelo prohibió que siguieran
vendiendo colonia a granel –
concretamente Agua de España se llamaba– a
los borrachines de la plaza que venían a comprarla por litros –0.25 ptas. el litro– al averiguar por boca de uno de ellos que la utilizaban para bebérsela.
Una noche a la intemperie para que se evaporara la fragancia, obteniendo un
alcohol de alta graduación y con cierto sabor a jazmín o a claveles. Vete tú a
saber.
Toñito, por más esfuerzos
que hacía, no lograba recordar. Sabía que sus últimos pasos los dio con Felo,
el chófer, y por deducción podría estar en su casa. ¿Y el miedo? Aún más, ¿y el
terror que lo paralizaba? Se incorporó lentamente para no romper el silencio
utilizando como referencia sonora el goteo. Ahora el miedo era más racional,
menos convulsivo.
Agua de España (Capítulo 2)
“Aunque si hablamos del
miedo, no podemos hacerlo sólo como si se tratara de una emoción,
aunque esté así considerada. El miedo continúa siendo un enorme y retador enigma científico. No tiene clasificación, no posee ubicación biológica ni historia clínica, no tiene cura ni tratamiento. El miedo es algo tan apasionantemente curioso y extraño que a pesar de poseer una gran utilidad, es verdaderamente dañino, le crecen brazos de abismos entre tinieblas y ambiente de zozobra, aparece la desconfianza en los arrestos frenando la confianza propia, turba, desecha deseos, provoca una insufrible inercia que paraliza, se trata de un fantasma que espanta al más osado valor. Un arma de doble filo. Esta incógnita tiene tratamiento de irracional, lo que no se sabe hasta cuándo, pero casi seguro de que a lo largo de la primera mitad del siglo XXI ya se dispondrán de datos científicos sobre él”. ¡En medio de esta emboscada física, aún podía pensar!
aunque esté así considerada. El miedo continúa siendo un enorme y retador enigma científico. No tiene clasificación, no posee ubicación biológica ni historia clínica, no tiene cura ni tratamiento. El miedo es algo tan apasionantemente curioso y extraño que a pesar de poseer una gran utilidad, es verdaderamente dañino, le crecen brazos de abismos entre tinieblas y ambiente de zozobra, aparece la desconfianza en los arrestos frenando la confianza propia, turba, desecha deseos, provoca una insufrible inercia que paraliza, se trata de un fantasma que espanta al más osado valor. Un arma de doble filo. Esta incógnita tiene tratamiento de irracional, lo que no se sabe hasta cuándo, pero casi seguro de que a lo largo de la primera mitad del siglo XXI ya se dispondrán de datos científicos sobre él”. ¡En medio de esta emboscada física, aún podía pensar!
Le quedaba el tacto. A
Toñito la agitación se le había aplacado, irguió su cuerpo y empezó a tentar a
su alrededor estirando los brazos ante sí buscando inseguro obstáculos
invisibles. Avanzó lentamente, arrastrando sigilosa y tímidamente los pies
hasta una pared. Notó sus abollones, la humedad y la pintura que se desprendía
con el roce de sus dedos. De repente algo frío, lo que supuso era un espejo. Lo
golpeó con suavidad con el nudillo índice cerciorándose de la suposición. No
recordaba absolutamente nada. “Esta vez la tajada tuvo que ser descomunal, de
hecho, el olor del sudor era etílico y los ojos le ardían”.
En un acceso de angustia
sacudió la cabeza tratando de detener los colores que circulaban a gran velocidad
alrededor de su cabeza. Sus ojos descubrían unos rayos de luz a ras del suelo
que salían seguramente de lo que sería una puerta. Se olvidó del miedo y tropezó
con lo que bien podría ser una botella, indudablemente no de agua. Tocó madera
y tanteó buscando un pomo. Por fin, un pomo, lo giró. Tiró de él y abrió la
puerta.
Recordar su nombre no era
gran cosa, sólo era un punto de partida.
–¡Joder,
qué dolor de cabeza!
Empezó la operación del
sentimiento de culpa –inherente a toda borrachera– agravado con una bajada en picado del amor propio. Sentir asco de
uno mismo es la peor de las sensaciones.
La panza de burro
derramaba una luz fantasmal. Estaba solo. Había escapado del ojo omnividente de
familiares e inquisidores, pero no de sí mismo, del miedo resonando en el
cuerpo, de la voz ardiente que no reconocía, del dolor y de sus pensamientos
despedazándose ferozmente.
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