viernes, 23 de febrero de 2024

¿Y ahora qué?

    Hasta hace poco la prensa publicaba artículos y artículos acusando de xenofobia y racismo a Italia y Grecia cuando llegaban a sus costas hasta más de 7000 emigrantes






viernes, 9 de diciembre de 2016

Aquella gente

Tristes, parecen tristes. Les hablas como a los niños y ni siquiera sabes si sienten como niños. Quizás les tengan miedo al mundo y lo que ven les aterroriza. Mueven su cuerpo sin gestualizar, su mímica es nula. La antikinesia, los apologistas de la hipomimia. Nos ofrecen una enigmática compasión que se puede transformar en una melosa envidia por no poder disfrutar, en ocasiones, de ese laberíntico mundo que supone la más absoluta soledad. Suaves y lejanos como un perfume que hubiera envejecido en ese pañuelo guardado en un desvencijado cajón. Habitan en los lugares más caprichosos –o eso se me antoja- y viven las mayores aventuras, y conocen a los dioses más exóticos. Son el cronómetro del tiempo y encierran en su urna el verdadero concepto del silencio. Eterno silencio. Sus ojos son el grito de la angustia, del terror a lo desconocido. Un misticismo desbordante. Dueños y esclavos de su destino. O es mentira y sus ojos son escépticos, o tal vez encierran el conocimiento exacto y único del que sabe que todo se sabe. Porque esa es la verdad universal, que solo sabemos lo que hemos conocido. Palpan la vida como los ciegos.

Vuelta atrás

Un paquete de Vencedor sin filtro y un paquete de Partagás.
En aquel tiempo se despachaba tabaco a los niños. Y corría como una liebre calle arriba al estanco de Horacio.
    Horacio, que dice mi abuelo que me des un paquete de Vencedor…
    …sin filtro y otro de Partagás.
No me dejaba acabar. Ya conocía el pedido.
    Se lo apunto.
    No, no. Me dio el dinero.
    Venga trae.
Le daba una moneda de 25 pesetas y él siempre me daba mal las vueltas para comprobar si estaba vivo, como él decía, o no.
Horacio, me tienes que dar 20 pesetas y aquí tengo 15. Falta un duro.
    ¿Seguro?
A mí, aquel ¿seguro? Me sonaba a cachetada. No me hacía ninguna gracia. Que dudara de mi honestidad, a pesar de mis pocos años era un grave insulto. Mi abuelo me inculcaba la importancia, la vital importancia de tener un comportamiento intachable.
La mayoría de las golosinas se vendían a granel, al peso. Un sábado por la mañana íbamos mi abuelo y yo a comprar el pan y la prensa. La costumbre era elegir una chuchería y me compraba una bolsa. Aquel sábado opté por pastillas de goma. Abrí el tarro de cristal donde se guardaban, cogí una palada y las metí en la bolsa de plástico que puse sobre el mostrador junto con el periódico y el pan; mientras, mi abuelo conversaba con Horacio sobre el mal horario de los “Micros” (que así se llamaban a los coches de hora, a las guaguas de la época). Sin malicia cogí una pastilla de goma y sin ocultarme la metí en mi boca y la chupé disfrutando su sabor a fresa, que fue la que me tocó. Acabada la conversación, Horacio pesó las gominolas y le dio la cuenta.
    59 ptas., Terio.
Al doblar la nevera, -que así llamábamos a la esquina entre la carretera y la bajada al Bebedero, mi calle, porque justo la doblabas, te llegaba una intensa corriente de aire helado-, me pregunta mi abuelo:
    ¿Cogiste una pastilla antes de que Horacio pesara la bolsa?
    Sí, de fresa, abuelo, pero prefiero las marrones que son de cola.
Respondí con la inocencia del que no se sabe culpable de nada.
    ¿Y se lo dijiste a Horacio?
En ese momento, por su tono de voz y por una rápida reflexión del hecho, con la voz insegura dije:
    No, no. Y me paré.
Me estaba mirando. Sentí miedo y una gran vergüenza. Di media vuelta y temblando volví al estanco. Había gente y esperé, pero Horacio me pregunta:
    ¿Qué olvidaste?
    Nada, nada. Es que…Y miré a la señora Bertina, la tía de José Manuel, el de la casa de la higuera junto a la barbería.
El estanco quedó en silencio y ambos me miraban curiosos viendo mi miedo, viendo mi vergüenza, y esperando a que dijera o hiciera algo. Fueron segundos larguísimos hasta que sentí el calor de la sombra de mi abuelo colocado en la puerta. No me atreví a mirarle. Entonces...
    ¿Horacio que… Que cuando estabas hablando con mi abuelo…Cuando estabas hablando con mi abuelo, yo cogí una pastilla de goma y me la comí, y no te dije nada, y no te la pagué.
Fue un momento larguísimo en el que noté el calor del rubor y me sentí abatido, como si mi honor, el de un niño de 12 años, se hundiera. Algo que yo defendía como si de un caballero de la tabla redonda se tratara. La figura de Terio, centrada en la puerta, le indicó a Horacio que debía actuar con contundencia. Saqué una pastilla de goma, de fresa, de la bolsa y se la devolví. Horacio se mantenía en silencio y la señora Bertina también. Terio imponía y no se atrevieron a minimizar mi acto. La vuelta a casa fue toda una odisea para mí. Estaba deseando llegar y alejarme de esa presencia que tanto me intimidaba y a la que tanto adoraba. Defraudarle suponía una pequeña muerte. Una lección de sudor y lágrimas. En aquel rincón donde me refugié al llegar a casa, hubo un momento en que le odié. ¿Cómo él se atrevía a herir mi orgullo y a cuestionar mi integridad? Él, él, que elogiaba mi comportamiento cívico, esmerada educación, mi madura personalidad y mi concepto de los valores humanos. Él, que me había instruido en todo ello, lo había destruido de un plumazo y por una puta pastilla de goma. Me costó entender el mensaje y me vio tan abatido que se apiadó y tras un abrazo y un beso en la mejilla me explicó las razones de su actuación.

    ¿ Toñín. Tú mismo hubieras destruido tu imagen si Horacio pensara que había mala intención en comerte la pastilla. Yo sé que no, y Horacio, seguramente, también, pero no puedes arriesgarte a que se pueda dudar. Hay que ser honrado y parecerlo. Quizá esto último es más o tan importante.   

lunes, 7 de septiembre de 2015

POSTAL DESDE EL INFIERNO

Lasaha es un pueblo en la frontera de Nigeria con……Somos 117 habitantes hoy, mañana no sabemos porque la natalidad no juega con la mortalidad un papel coherente. El martes 117, el viernes 119, el domingo 111. Sin estructura económica más que la de subsistencia. La social data de hace siglos al igual que la justicia y la política. Aún así, y visto lo que he visto, considero a mi pueblo civilizado. Un rey elegido por su sabiduría y no por su linaje. Aquel que más reportara a su pueblo adquiría por derecho la responsabilidad de gobernar los designios de sus iguales. La justicia se aplicaba según el razonamiento de la mayoría y no por el de los afectados. La ley del Talión, sin conocerla, nos parecía, en muchas ocasiones desproporcionada. Debemos tener en cuenta que el delito de robo no existía en Lasaha. No había pertenencia que pudiera ser codiciada, ni manera de disfrutarla si así fuera.
Emigré hacia un sueño mejor, que no era el mío. Dejé atrás los sueños de mis hermanos y hermanas pequeños, de tíos y tías, primos, madre y padre, incluso mis abuelos albergaban esperanzas. Ellos dormían con la imagen de un hombre que traería el sustento diario. Y eso les aliviaba el hambre. El verdaderamente pobre requiere de muy poco para saciar su necesidad más fundamental. Lo sé. A veces te acuestas pensando que mañana comerás y ese pensamiento disipa el dolor del estómago vacío.
Nuestra felicidad distaba mucho del concepto que tenían los pobladores de los países que conocí. No era conformista sino realista. Vivíamos felices con un plato de comida al día y también con dos platos a la semana. Pero el hambre no conoce la felicidad. Las barrigas infladas de los niños y los esqueléticos cuerpos de los ancianos junto con las desdentadas bocas juveniles no eran espectáculos que inspiraran gratas emociones. El ingenio despertado por la necesidad te inducía a explorar nuevas posibilidades. Atraídos por los ecos del más allá, las pocas fuerzas de las que disponías te incitaban a emigrar. La idea era muy sencilla: “Peor no puede ser”. A nuestro pueblo, a Lasaha, habían llegado por fuerza eólica páginas que mostraban casas de ladrillo con más de dos y tres plantas, coches en los que podría vivir una de nuestras familias y establecimientos con comida empaquetada suficiente para saciar a la oscilante población de Lasaha durante varias lunas y soles, lluvias y sequías. Ropas con ornamentos que nos quitarían el frío y nos cubrirían del calor a varios de nosotros y las portaba una sola persona.
No nos queremos ir. No nos gusta abandonar nuestra casa de barro y a nuestra gente. Queremos más de lo que tenemos porque no tenemos nada.
En Lasaha los días duran 24 horas y el año 365 días. La sed te reseca los labios, el hambre te da dolor de estómago, la arena quema las plantas de tus pies. Todo igual que en Detroit, Madrid o París. ¿Cuál es la diferencia? Creo que la diferencia radica en la localización de las coordenadas -líneas imaginarias situadas ordenadamente en el espacio terrestre-, que te vieron  nacer, crecer y morir. Veo a mi prima con doce años ir a por agua. Son 3 km. y medio acarreando un bidón de 5 litros. Actividad diaria. Observo a mi hermano salir con 14 cabras a por pasto caminando 11 km. Actividad diaria. Muy diferente a la natación, piano, ballet o judo de sus semejantes a 3000 km de distancia. Con la misma edad, con los mismos sentimientos, con ilusiones, con…Y sin…
Nuestras aspiraciones eran muy sencillas. Únicamente queríamos vivir o morir sin dolor. Nos planteábamos cómo podía ser tan diferente la vida de los hombres, cómo podía ser que tu basura pudiera convertirse en mi sustento. Una vez vimos televisión y no dábamos crédito. Una calle de New York repleta de riquezas tiradas en la calle y la gente no reparaba en ello. Estaba claro que no las necesitaban y para nosotros era un potosí.


domingo, 2 de agosto de 2015

El género humano invisible

O
Oscureció. De repente la ausencia de color. Negro pálido enlutado de tristeza, de melancólica añoranza, con tonos grises de pérdida, de adioses, de ceguera. Un agujero negro azabache se atrincheró en mi cuerpo y la primavera y el verano abandonaron mis sentidos dando su lugar al otoño y al invierno que se manifestaban en lágrimas como la caída de las hojas y ríos de sangre helada como los gélidos lagos. Estaciones que marcaban mi ánimo y no le permitían ver el sol ni sentir calor.


Físicamente el cuerpo me pedía salir de ese estado y psicológicamente el cerebro reclamaba luz. Una sonrisa se había convertido en un rictus feo y sin armonía. Se me habían agrietado los labios por mi bioclima y al intentar sonreír me sangraban del esfuerzo. Desistí. Mi mayor y única obsesión era posicionarme en el no pensamiento. Una mente tan negra que me hiciera imposible tener la menor de las ideas o el mayor de los recuerdos para no atormentarme. En mi vida, ¿vida?, reinaba, en régimen absolutista, la horrible sensación de no querer vivir.
Desde los 13 años cuidaba de don Marcial que inició sus juegos con mi culo sobándolo a la hora del desayuno, cuando esmeradamente se lo llevaba en aquella bandeja de plata a la cama. Por aquel tiempo contaba con la ayuda de “ña” Pilar. Era imposible que yo asumiera todas las tareas. Aún no contaba con la fuerza suficiente para dominar el peso muerto del inválido enfermo, y rico, muy, muy rico. Y caprichoso, muy, muy caprichoso. Y tirano, muy, muy tirano. Debió de ser todo un galán en tiempos no muy lejanos y su fama le precedía. No me desagradaban las manos de don Marcial, claramente las prefería a las de mi padre que abofeteaban mis nalgas como si de arrear un caballo se tratara. Por esos años, mi trasero no conocía más apéndices que los suyos. Ambos con el mismo interés y con tanta diferencia a la vez. La curiosidad, que mueve el mundo, se apoderó de mí. Quería saber, aunque fuera temprana esa experiencia, el porqué de tanta distancia sensorial en un mismo acto más allá de los protagonistas. Me preguntaba por qué no sentía lo mismo con mi padre, el hombre que ayudó a que yo estuviera en el mundo, que con un extraño como mi señor. No le gustaba ese título, siempre me recriminaba que lo usara diciéndome:
-          Alba, don Marcial basta.
                                     A
Alba es mi nombre y él me enseñó su significado. No pega  con mi piel morena, pelo negro carbón y ojos oscuros, pero es el que tengo. Me extraña oírlo ahora que sé la información que transmite.
Marcial también tiene su significado. No sabía que los nombres propios tuvieran valor semántico alguno. Bueno, en realidad, “solo sé que no sé nada”,  como dijo Sócrates queriendo decir no que no supiera, sino para indicar que no lo sabía con absoluta certeza.  Eso también me lo enseñó mi señor. Perdón, perdón, don Marcial. Todo eso me cautivaba, pero me empeñaba en comprender de dónde salía tanto afán por el saber. Yo, que no sabía nada sino lavar, fregar, coser y cocinar, pensaba que todo el conocimiento, todo el saber, todo eso a lo que llaman cultura se reducía a las acciones que día tras día, los 365,- que Don Marcial también me instruyó sobre la división del tiempo-, hacía desde que mi cuerpo y mi mente habían adquirido razón y posición. Para mí el tiempo se repartía  en las labores de la mañana, las del mediodía y las de la cena. Entonces el tiempo se paraba como los quehaceres. Era la hora de descansar y meditar en todo aquello que no entendía. Era lo que me gustaba del  trabajo en casa de don Marcial, que todos los días, cuando se detenía el tiempo para descansar, tenía mucho en qué pensar. En cambio, cuando él se iba a la ciudad, por eso del médico, y yo volvía a casa de mis padres, el tiempo se tornaba insulso.
C
Cuando el día hacía honor a mi nombre,  sacaba del cajón aquel pañuelo blanco níveo, de tacto sedoso y con un olor a limpio que inundaba mi apéndice nasal haciéndome cerrar los ojos, y lo ponía a acariciar mis mejillas, mis labios y mi cuello. Una experiencia onírica que durante unos escasos minutos me hacía sentir especial, incluso bella. Me hacía suya, quedaba subyugada a él esclavizando mis sentidos. Lo separaba de mí y me hería el desapego. Era doloroso volver a introducirlo en su urna, que era un simple cajón de una modesta cómoda. Respiraba hondo en un largo suspiro de despedida. Entonces, la normalidad. Volvía a verme vulgar. Tanto poder en un sencillo complemento. Pero necesitaba ese tacto, esos mimos que no recibía del ser humano. Ávida de cariño. Más. Siempre se quiere más.
Procuré siempre ser totalmente aséptica en mi trabajo. Ni dar ni recibir confianzas sino ceñirme a mis tareas para evitar confusiones. Pero fue materialmente imposible. Por más que elucubraba sobre cómo zafarme de las garras de la curiosidad por experimentar todo lo que el mundo me ofrecía, no conseguía mantenerme ajena. Era como un amor imposible. Se me ocurrían muchas cosas que transformaba en pequeñas reflexiones y no las escribía porque pensaba que mis aptitudes para la escritura no eran las idóneas, y eso que me animaban para que lo hiciera. Sin complejos, conocedora de mis limitaciones. Un poco soberbia. Ese pecado capital sobrevolaba mi temperamento. Gran observadora, me alimentaba de todo lo que veía, oía o probaba. Una gran aprendiza y una maestra de las de la letra con sangre entra.
D
Descubrí mis habilidades culinarias y decidí explotarlas. Disfrutaba inventando platos que deleitaban los paladares más exigentes. El solomillo, a pesar de ser el corte más caro es el más insulso, así que lo trabajaba poco. Un día cociné un pollo en salsa de ciruelas. Lamí las ciruelas y metí el pollo entre mis pechos antes de empezar  y lo hice con lujuria. Pues transmití esa pasión en los comensales. Noche de sexo en las habitaciones de los invitados. Al parecer tu estado de ánimo se convierte en una especia más del plato que elaboras. Y es verdad. El cariño, la pena, la pasión puedes probarlas junto con las verduras, el pescado, la carne o el helado. ¡Ay, Un pareo! No, no, ¡un pareado!


M
Me embelesaba verle limpiar con ese esmero su pipa, me adormecía observarle proceder en esa tarea. Sus manos limpias, uñas cuidadas y dedos gelatinosos que con el tiempo iban explorando lugares más recónditos de mi culo proporcionándome un placer que me avergonzaba y deleitaba a la vez. Con don Marcial los toqueteos eran diferentes. 
No sé quién es el padre de mi primer hijo ni del segundo, del tercero sí. El sobrino de don Marcial, que en el estío de aquel año vino de visita a pedir dineros a su tío, se fue sin los cuartos dejando una preñada.
Diecinueve años y tres hijos en el mundo.
No estamos en 1800. Hoy es 23 de septiembre del año 2013. Tengo 22 años y don Marcial se empeña en que aprenda a leer y a escribir. Cada vez que cometo un error me castiga pellizcando delicadamente mis pezones. Dice que tenga cuidado con mis pechos para que las maternidades no los deformen. Todos mis hijos han salido muy mamones.
Se llama Marcial. Don es un título, un tratamiento, como él me explicó. Régulo es mi padre. No don Régulo, ni don Benito el del bar, Benito o Beni como le llaman sus parroquianos. Don, conozco dos. Mi señor, perdón, don Marcial y don Severo, el cura de Tamargada, mi pueblo. Don no es cualquiera. Es un tratamiento como me explicó él. ¿Y doña?, ¿existe doña? Conocí a “ña” Pilar, ¿pero era doña Pilar? No lo creo. Tendré que preguntárselo a él.
E
En Tamargada tenía fama de puta por ser madre soltera, aunque ningún varón del pueblo conocía mi cuerpo más abajo de mis trajes, que eran tres. Dos mudas de entresemana y uno para las fiestas. Pero parecía que todos habían visitado mi entrepierna y dejado billete en mi mesa de noche.
Régulo no me trataba como hija sino como puta. El parentesco, al parecer le otorgaba el derecho de gratuidad. Puta me llamaba, pero nunca me pagaba. Los padres de mis hijos tampoco lo hicieron y según don Marcial, la puta, ramera, prostituta, meretriz y más nombres que me refirió eran aquellas que ofrecían sus favores carnales a cambio de un estipendio. También me dijo lo que era estipendio, claro porque si no… ¿Saben por qué se les llamaba “rameras”? Se colgaba una rama de olivo en las puertas de las casas que ejercían tal gustosa actividad, y por eso se las llamó así.
Mis tres varones tenían sello. Todos se parecían a sus padres. ¡Menos mal que no les puse el mismo nombre de sus progenitores! Les delataría.
La primera vez que me besó con la lengua se me mojaron las bragas. Pensé que me orinaba y no fue así. Me temblaron las piernas y no estaba enferma, se me calentó el cuerpo y era invierno, me mareé sin catar el anís. ¿Por qué? ¿Qué líquido había humedecido mi ropa interior?
Aquella tarde tuve que ir al bar de Benito a por un cuarto de vino pata blanco para la cena de don Marcial y sentí como alfileres las miradas de todos los hombres taladrando mi culo, mis senos, mi cintura y hasta mis muslos. Al salir tuve un sueño despierta en el que todos me desnudaban a jirones con mi traje de primera muda y sus miembros golpeaban todo mi cuerpo y me poseían a galope tendido. Fue apabullante.
Me empeñé en aprender con los pellizcos de don Marcial y he de confesar que en más de una ocasión erré a propósito para sentir cómo se dilataban mis pezones entre sus dedos gelatinosos. Pronto leí, aunque tardé más en escribir. Me gustó leer “La historia interminable” de Michael Ende. Luego me hizo leer el Quijote. “Obligada lectura”, me dijo, así como las obras de don Benito Pérez Galdós, que nada tenía que ver con el del bar.
C
Cuchillos, navajas, tijeras y hachas eran instrumentos que se convertían en mis manos, daba igual derecha que izquierda, en la continuación de mis miembros superiores. Mataba un pollo a 5 metros de distancia de certera cuchillada y a un ternero diana en su cuello a 10 metros con el hacha corta. Régulo era famoso navajero. De mi abuelo hablo, pero también lo era su hijo, mi padre, pero ya no se estilaban los duelos a navaja como antes por un quítame allá esas pajas. Mantuve con esas artes el orgullo de una puta, pero honrada. Por costumbre siempre llevaba a mano una mariposa que heredé de mi abuelo y que manejaba como un ratero del Bronx, así me decía don Marcial cuando me vio hacer algunas filigranas con una navaja tan complicada de manejar y que tanto juego daba para presumir de destreza. Aquella tarde, saliendo de la farmacia, el hijo de Tanito y un par de colegas suyos trataron de asediarme. Me espaldeé contra la pared trasera de la farmacia y les dejé llegar hasta los dos metros de mí fanfarroneando con lo que me iban a hacer y lo mucho que iban a gozar con sus juegos. Posé la bolsa en el suelo, eché mano a mi espalda y brilló el plateado de mi navaja mariposa. Abro, cierro, la paso de mano en mano y de un zarpazo rajo la camiseta del primero, la cambio de mano y se la coloco en el gaznate al segundo, el tercero ya corría mientras el primero se meaba en sus pantalones vaqueros ceñidos. La cierro en el aire, cojo la bolsa y dándoles la espalda espeté:
-          Niñatos amariconaos.
Aquella noche, al pararse el tiempo, me sentí ufana. ¡Qué sensación! Nunca le conté tal hazaña a don Marcial, pero llegó a sus oídos y este fue su sermón:
-          Alba. Mi dulce Alba. Apretó con delicadeza mi nalga izquierda y me sentó en sus inertes rodillas. La violencia para las bestias. La razón es más poderosa que la fuerza física y la indiferencia la mayor de las bofetadas. Notarás que a medida que veas aumentar tu conocimiento, disminuirá tu carácter vehemente. El saber te da razones que el puño no alcanza. En una pelea nadie gana,solo uno pierde menos que el otro.
Y así sucesivamente encadenaba sus mensajes para que mis débiles entendederas llegaran a menospreciar el arte de manejar la navaja ante la habilidad del uso de la dialéctica. Vamos, digo yo. Y no con mis palabras sino con las suyas.



Esta historia no ha acabado, la continuaré mañana.

jueves, 27 de marzo de 2014

Homenaje a Leopoldo Panero.








En gratitud a su hierática pero intensa compañía.

A mí me gusta escribir y él era un escritor. Hombre de pocas palabras y muchas letras. Me atraía además su expresión perdida, y su soledad elegida lo hacía inasible a los que nos consideramos cuerdos. Lo percibí siempre lejano y con el alma llena de ansiedad dolorida. Me conmovía aquel hombre. Yo lo miraba de soslayo para no distraerlo de sus pensamientos. Su voz sonaba como si estuviera al otro lado del agua. Hablaba corto, no sonreía aunque me acompañaba su silencio.


Parece oculto,
entre negrura y fuego.
Parece lóbrego,
entre malicia y tristeza.
Parece lejano,
entre páramos y desiertos.
Sin embargo,
hablas de tu alma,
cercana, clara y conocida.
No es el Infierno.
Tú  lo conoces.



¿Ya has descubierto el vacío?
¿Has paseado por la galería del alma?
¿Te has sentado en el abismo?
¿El frío indiferente ha quemado tu piel?
¿Eres un muerto que respira?
Que respira sin merecer el aire.
¿Te han presentado al Amor?
Y lo saludas como un extraño.
¿Y el poder? ¿Y el dolor?
No el que te causa haberlo originado.
El dolor que tú has causado.
¿Lo has sentido?
No, porque te faltaría el aire.
Quedarías mudo por falta de aliento.
Sordo por no oír la verdad.
Ciego por no ver otras lágrimas.
Y sólo palparías tu propio egoísmo.



Hojas muertas entre las páginas de un libro.
Lágrimas añejas en un pañuelo.
Pétreas legañas en la almohada.
Las canas de tu sien.
El aliento senil de tu boca
La tez arrugada.
Todo eso también es vida. O lo fue.
Descanse en paz la Vida.

Fotos: El Roque Nublo.

jueves, 30 de enero de 2014

Qué imperfectos somos (Capítulo 1)

Jujuy. Argentina
La Quebrada de Pumamarca se encuentra al noroeste de Argentina, en la Provincia de Jujuy, ofrece un paisaje estremecedor. Es un valle estrecho y alargado. A ambos lados de la Quebrada hay formaciones montañosas de colores, donde la naturaleza las pintó con tonalidades del blanco, rojo, naranja y amarillo. Extraordinario.
En la carretera que me llevaba a los diferentes poblados de montaña con casas de adobe, antiguas iglesias y ruinas que resisten el paso de casi 10 mil años, los indios de la etnia Kolla disponían, en la orilla del camino, puestos de venta donde ofrecían artesanía, tallas de madera, cerámica, telares, cestería… Más allá, los vendedores eran niños pequeños, muy pequeños, que extendiendo unos mantelitos, colocaban ordenadamente sus productos y se sentaban detrás, esperando.
Me acerqué con inquietud y mis ojos se clavaron en sus manitas cuarteadas por el frío que se movían con rapidez sobre el mostrador improvisado, donde aparecían collaritos, pulseras, peinillos de hueso, algunas golosinas, llaveros de donde pendían instrumentos musicales típicos de esa región, y varios grupos de papas amontonadas de cinco en cinco, formando una sucesión de pirámides en el borde del mantel.
Eran como nuestros niños, iguales, con ojos, boca, nariz…, extremidades y con cerebro, también hablaban.
Compré algunos objetos y chicle. Entregué un billete. Hizo la cuenta y me devolvió correctamente.
¿Cuántos años tienes?
Cuatro años, señorita.
Silencio.

¿Occidente?
¿Políticamente correcto?
¿Tolerancia?
¿Respeto?
¿Derechos?
¿Derechos de los niños?
¿Tercer Mundo o submundo?
¿Hambruna?
¿Igualdad?
Indolencia.
Escala de valores.

Niveles de contento.
¿Esperanza?


Sentí miedo de los humanos, y de los humanos con poder, y de los humanos que deciden y de los humanos con dinero, y de los gobernantes y de los alcaldes y de los concejales y de los liberados sindicales y de los que opinan sin documentarse y de los directores de algo, y de …, en general, de los humanos.

Qué imperfectos somos (Capítulo 2)

Eran como nuestros niños, iguales.
Durante los tiempos anteriores al descubrimiento y colonización de estas regiones, la Quebrada era el camino de los incas. A pesar de la aculturación sufrida debido a la acción colonizadora, pasada y actual realizada ahora por su propio pueblo aún practican algunos de sus rituales y mantienen otras formas culturales. Sus ocupaciones son antiquísimas y no poseen los títulos de propiedad de sus tierras. Siguen siendo perseguidos y amenazados por terratenientes, e incluso, algunas comunidades sufren severas represiones policiales o son “animados” a abandonar sus tierras con cierre del paso hacia los centros poblados donde venden sus productos.
El niño vendedor cuidaba de una cabrita porque él era ya grande. Cada día le daba de comer y la ordeñaba. Sus hermanos hacían lo mismo, y sus padres también lo hicieron y sus abuelos y …
Yo volví a mi mundo. Atragantada.
Tardo en adaptarme a mis gustos, a mi comodidad, a mis palabras, a mis gestos.
Convivo difícilmente con la desigualdad, con la falta de libertad, con la injusticia y la estupidez de esta etnia nuestra, que cambia las palabras, inventa frases que nadie entiende para endulzar y negar la amargura de tanta indolencia. No quiero olvidarme de esos recuerdos. No quiero. Me proporcionan el peso necesario para no desequilibrarme demasiado.
Ni siquiera las religiones del mundo han logrado ennoblecer a tanta conciencia entregada al rezo y al reconocimiento de Dios. Qué imperfectos somos.
Autora invitada: Julia 

jueves, 14 de noviembre de 2013

Agua de España (Capítulo 1)

Un despertar azorado fue el recibimiento del miércoles a Toñito el basurero. Estremecido, percibe el momento en que abrió los ojos: respiración entrecortada, 106 pulsaciones por minuto, golpes de fuerte sudor y rápidamente tensionado. Pavor, pero por qué, de qué. Estrechamente abrazado por la sensación de una catástrofe desconocida aún pero cargada de realidad. Estaba seguro de no estar viviendo un sueño, o mejor una pesadilla.
Ya no fue capaz de cerrar los ojos, tanto por el miedo como por la suciedad. Se le ocurrió hacerlo en un intento de dormir como fuera para huir o refugiarse de lo que le ocurría. Sus párpados no recibían la orden de su cerebro. Se estaba haciendo daño en las palmas de las manos con las uñas largas y ennegrecidas al apretar los puños.
Trató de concentrarse en el sentido del oído. Un goteo a intervalos de unos 3 ó 4 segundos entre gota y gota. Ningún ruido más, ni siquiera silencio.
Un ambiente cargado.
La vista era inútil, ni siquiera se acostumbró a la oscuridad como para distinguir siluetas. Le perseguían las brumas luminosas que le penetraban por todos sus poros y le rodeaban incitándole a tragar y tragar.
El olfato fue el siguiente sentido en el que fijó su atención. No tuvo que inspirar. Un tufo a salfumán mezclado con orín rancio le provocó y por unos momentos le conquistó por la fuerza. Sus partes estaban muy húmedas y al oler su mano comprobó que no era a causa del sudor como hubiera deseado que fuera. No sabía cuántas horas llevaba durmiendo, no podía saber si parte o la totalidad del orín rancio podría ser suyo. Al estar en posición fetal comprobó, sin gran esfuerzo, que se encontraba calzado con botas. Estaba totalmente vestido, incluso con una especie de gabardina.
Hasta ahora el miedo no le había permitido tomar la iniciativa para hacer más averiguaciones.
Debía pensar, una tarea harto difícil teniendo en cuenta su estado.
El gusto. No tenía gusto. La boca la sentía tan seca que parecía que hacía siglos que por su lengua, su paladar y sus labios no había pasado ni una sola gota de saliva.
¡Dios, qué sed!
Escuchó su pensamiento pero no identificó su voz.
La cabeza, sólo ocupada por un fuerte dolor, le avisaba de que algo había para justificar ese rabioso malestar, la resaca, clínicamente denominada jaqueca de resaca, causada habitualmente por la ingesta desmedida de alcohol
Y revivió entre los ardores, el frío y su miedo que no cesaba, cuando su abuelo prohibió que siguieran vendiendo colonia a granel concretamente Agua de España se llamabaa los borrachines de la plaza que venían a comprarla por litros 0.25 ptas. el litro al averiguar por boca de uno de ellos que la utilizaban para bebérsela. Una noche a la intemperie para que se evaporara la fragancia, obteniendo un alcohol de alta graduación y con cierto sabor a jazmín o a claveles. Vete tú a saber.
Toñito, por más esfuerzos que hacía, no lograba recordar. Sabía que sus últimos pasos los dio con Felo, el chófer, y por deducción podría estar en su casa. ¿Y el miedo? Aún más, ¿y el terror que lo paralizaba? Se incorporó lentamente para no romper el silencio utilizando como referencia sonora el goteo. Ahora el miedo era más racional, menos convulsivo.

Agua de España (Capítulo 2)

“Aunque si hablamos del miedo, no podemos hacerlo sólo como si se tratara de una emoción,
aunque esté así considerada. El miedo continúa siendo un enorme y retador enigma científico. No tiene clasificación, no posee ubicación biológica ni historia clínica, no tiene cura ni tratamiento. El miedo es algo tan apasionantemente curioso y extraño que a pesar de poseer una gran utilidad, es verdaderamente dañino, le crecen brazos de abismos entre tinieblas y ambiente de zozobra, aparece la desconfianza en los arrestos frenando la confianza propia, turba, desecha deseos, provoca una insufrible inercia que paraliza, se trata de un fantasma que espanta al más osado valor. Un arma de doble filo. Esta incógnita tiene tratamiento de irracional, lo que no se sabe hasta cuándo, pero casi seguro de que a lo largo de la primera mitad del siglo XXI ya se dispondrán de datos científicos sobre él”. ¡En medio de esta emboscada física, aún podía pensar!
Le quedaba el tacto. A Toñito la agitación se le había aplacado, irguió su cuerpo y empezó a tentar a su alrededor estirando los brazos ante sí buscando inseguro obstáculos invisibles. Avanzó lentamente, arrastrando sigilosa y tímidamente los pies hasta una pared. Notó sus abollones, la humedad y la pintura que se desprendía con el roce de sus dedos. De repente algo frío, lo que supuso era un espejo. Lo golpeó con suavidad con el nudillo índice cerciorándose de la suposición. No recordaba absolutamente nada. “Esta vez la tajada tuvo que ser descomunal, de hecho, el olor del sudor era etílico y los ojos le ardían”.
En un acceso de angustia sacudió la cabeza tratando de detener los colores que circulaban a gran velocidad alrededor de su cabeza. Sus ojos descubrían unos rayos de luz a ras del suelo que salían seguramente de lo que sería una puerta. Se olvidó del miedo y tropezó con lo que bien podría ser una botella, indudablemente no de agua. Tocó madera y tanteó buscando un pomo. Por fin, un pomo, lo giró. Tiró de él y abrió la puerta.
Recordar su nombre no era gran cosa, sólo era un punto de partida.
–¡Joder, qué dolor de cabeza!
Empezó la operación del sentimiento de culpa –inherente a toda borrachera agravado con una bajada en picado del amor propio. Sentir asco de uno mismo es la peor de las sensaciones.
La panza de burro derramaba una luz fantasmal. Estaba solo. Había escapado del ojo omnividente de familiares e inquisidores, pero no de sí mismo, del miedo resonando en el cuerpo, de la voz ardiente que no reconocía, del dolor y de sus pensamientos despedazándose ferozmente.