viernes, 9 de diciembre de 2016

Vuelta atrás

Un paquete de Vencedor sin filtro y un paquete de Partagás.
En aquel tiempo se despachaba tabaco a los niños. Y corría como una liebre calle arriba al estanco de Horacio.
    Horacio, que dice mi abuelo que me des un paquete de Vencedor…
    …sin filtro y otro de Partagás.
No me dejaba acabar. Ya conocía el pedido.
    Se lo apunto.
    No, no. Me dio el dinero.
    Venga trae.
Le daba una moneda de 25 pesetas y él siempre me daba mal las vueltas para comprobar si estaba vivo, como él decía, o no.
Horacio, me tienes que dar 20 pesetas y aquí tengo 15. Falta un duro.
    ¿Seguro?
A mí, aquel ¿seguro? Me sonaba a cachetada. No me hacía ninguna gracia. Que dudara de mi honestidad, a pesar de mis pocos años era un grave insulto. Mi abuelo me inculcaba la importancia, la vital importancia de tener un comportamiento intachable.
La mayoría de las golosinas se vendían a granel, al peso. Un sábado por la mañana íbamos mi abuelo y yo a comprar el pan y la prensa. La costumbre era elegir una chuchería y me compraba una bolsa. Aquel sábado opté por pastillas de goma. Abrí el tarro de cristal donde se guardaban, cogí una palada y las metí en la bolsa de plástico que puse sobre el mostrador junto con el periódico y el pan; mientras, mi abuelo conversaba con Horacio sobre el mal horario de los “Micros” (que así se llamaban a los coches de hora, a las guaguas de la época). Sin malicia cogí una pastilla de goma y sin ocultarme la metí en mi boca y la chupé disfrutando su sabor a fresa, que fue la que me tocó. Acabada la conversación, Horacio pesó las gominolas y le dio la cuenta.
    59 ptas., Terio.
Al doblar la nevera, -que así llamábamos a la esquina entre la carretera y la bajada al Bebedero, mi calle, porque justo la doblabas, te llegaba una intensa corriente de aire helado-, me pregunta mi abuelo:
    ¿Cogiste una pastilla antes de que Horacio pesara la bolsa?
    Sí, de fresa, abuelo, pero prefiero las marrones que son de cola.
Respondí con la inocencia del que no se sabe culpable de nada.
    ¿Y se lo dijiste a Horacio?
En ese momento, por su tono de voz y por una rápida reflexión del hecho, con la voz insegura dije:
    No, no. Y me paré.
Me estaba mirando. Sentí miedo y una gran vergüenza. Di media vuelta y temblando volví al estanco. Había gente y esperé, pero Horacio me pregunta:
    ¿Qué olvidaste?
    Nada, nada. Es que…Y miré a la señora Bertina, la tía de José Manuel, el de la casa de la higuera junto a la barbería.
El estanco quedó en silencio y ambos me miraban curiosos viendo mi miedo, viendo mi vergüenza, y esperando a que dijera o hiciera algo. Fueron segundos larguísimos hasta que sentí el calor de la sombra de mi abuelo colocado en la puerta. No me atreví a mirarle. Entonces...
    ¿Horacio que… Que cuando estabas hablando con mi abuelo…Cuando estabas hablando con mi abuelo, yo cogí una pastilla de goma y me la comí, y no te dije nada, y no te la pagué.
Fue un momento larguísimo en el que noté el calor del rubor y me sentí abatido, como si mi honor, el de un niño de 12 años, se hundiera. Algo que yo defendía como si de un caballero de la tabla redonda se tratara. La figura de Terio, centrada en la puerta, le indicó a Horacio que debía actuar con contundencia. Saqué una pastilla de goma, de fresa, de la bolsa y se la devolví. Horacio se mantenía en silencio y la señora Bertina también. Terio imponía y no se atrevieron a minimizar mi acto. La vuelta a casa fue toda una odisea para mí. Estaba deseando llegar y alejarme de esa presencia que tanto me intimidaba y a la que tanto adoraba. Defraudarle suponía una pequeña muerte. Una lección de sudor y lágrimas. En aquel rincón donde me refugié al llegar a casa, hubo un momento en que le odié. ¿Cómo él se atrevía a herir mi orgullo y a cuestionar mi integridad? Él, él, que elogiaba mi comportamiento cívico, esmerada educación, mi madura personalidad y mi concepto de los valores humanos. Él, que me había instruido en todo ello, lo había destruido de un plumazo y por una puta pastilla de goma. Me costó entender el mensaje y me vio tan abatido que se apiadó y tras un abrazo y un beso en la mejilla me explicó las razones de su actuación.

    ¿ Toñín. Tú mismo hubieras destruido tu imagen si Horacio pensara que había mala intención en comerte la pastilla. Yo sé que no, y Horacio, seguramente, también, pero no puedes arriesgarte a que se pueda dudar. Hay que ser honrado y parecerlo. Quizá esto último es más o tan importante.