Tristes,
parecen tristes. Les hablas como a los niños y ni siquiera sabes si
sienten como niños. Quizás les tengan miedo al mundo y lo que ven
les aterroriza. Mueven su cuerpo sin gestualizar, su mímica es nula.
La antikinesia, los apologistas de la hipomimia. Nos ofrecen una
enigmática compasión que se puede transformar en una melosa envidia
por no poder disfrutar, en ocasiones, de ese laberíntico mundo que
supone la más absoluta soledad. Suaves y lejanos como un perfume que
hubiera envejecido en ese pañuelo guardado en un desvencijado cajón.
Habitan en los lugares más caprichosos –o eso se me antoja- y
viven las mayores aventuras, y conocen a los dioses más exóticos.
Son el cronómetro del tiempo y encierran en su urna el verdadero
concepto del silencio. Eterno silencio. Sus ojos son el grito de la
angustia, del terror a lo desconocido. Un misticismo desbordante.
Dueños y esclavos de su destino. O es mentira y sus ojos son
escépticos, o tal vez encierran el conocimiento exacto y único del
que sabe que todo se sabe. Porque esa es la verdad universal, que
solo sabemos lo que hemos conocido. Palpan la vida como los ciegos.