jueves, 14 de noviembre de 2013

Agua de España (Capítulo 2)

“Aunque si hablamos del miedo, no podemos hacerlo sólo como si se tratara de una emoción,
aunque esté así considerada. El miedo continúa siendo un enorme y retador enigma científico. No tiene clasificación, no posee ubicación biológica ni historia clínica, no tiene cura ni tratamiento. El miedo es algo tan apasionantemente curioso y extraño que a pesar de poseer una gran utilidad, es verdaderamente dañino, le crecen brazos de abismos entre tinieblas y ambiente de zozobra, aparece la desconfianza en los arrestos frenando la confianza propia, turba, desecha deseos, provoca una insufrible inercia que paraliza, se trata de un fantasma que espanta al más osado valor. Un arma de doble filo. Esta incógnita tiene tratamiento de irracional, lo que no se sabe hasta cuándo, pero casi seguro de que a lo largo de la primera mitad del siglo XXI ya se dispondrán de datos científicos sobre él”. ¡En medio de esta emboscada física, aún podía pensar!
Le quedaba el tacto. A Toñito la agitación se le había aplacado, irguió su cuerpo y empezó a tentar a su alrededor estirando los brazos ante sí buscando inseguro obstáculos invisibles. Avanzó lentamente, arrastrando sigilosa y tímidamente los pies hasta una pared. Notó sus abollones, la humedad y la pintura que se desprendía con el roce de sus dedos. De repente algo frío, lo que supuso era un espejo. Lo golpeó con suavidad con el nudillo índice cerciorándose de la suposición. No recordaba absolutamente nada. “Esta vez la tajada tuvo que ser descomunal, de hecho, el olor del sudor era etílico y los ojos le ardían”.
En un acceso de angustia sacudió la cabeza tratando de detener los colores que circulaban a gran velocidad alrededor de su cabeza. Sus ojos descubrían unos rayos de luz a ras del suelo que salían seguramente de lo que sería una puerta. Se olvidó del miedo y tropezó con lo que bien podría ser una botella, indudablemente no de agua. Tocó madera y tanteó buscando un pomo. Por fin, un pomo, lo giró. Tiró de él y abrió la puerta.
Recordar su nombre no era gran cosa, sólo era un punto de partida.
–¡Joder, qué dolor de cabeza!
Empezó la operación del sentimiento de culpa –inherente a toda borrachera agravado con una bajada en picado del amor propio. Sentir asco de uno mismo es la peor de las sensaciones.
La panza de burro derramaba una luz fantasmal. Estaba solo. Había escapado del ojo omnividente de familiares e inquisidores, pero no de sí mismo, del miedo resonando en el cuerpo, de la voz ardiente que no reconocía, del dolor y de sus pensamientos despedazándose ferozmente.