martes, 3 de septiembre de 2013

Una muerte llevadera (Capítulo 4)

CAPÍTULO 4.- EL DESENLACE. LA CATARSIS.
                       Ese día como otros días, amaneció. Y ese día, como otros días, pasó el recuento matinal. Y como otros, bajaron al patio en busca del desayuno. Ese día, también como otros días, comenzó el protocolo de las asociaciones en el patio para los paseos o las tertulias en los bancos. Un día como cualquier otro para muchos, para todos. O para casi todos.
                       Pero ese día no era como otros días. Ese día sus ojos no vieron los escalones de la escalera. Ese día sus ojos se encontraron con otros ojos intercambiando miradas conscientemente desprovistas de todo significado. Ese día sus ojos recibían el sol de lleno, extrañando su fuerza, y en su mirada había cierto patetismo, seguramente por la falta de contacto, y a pesar de ello, mantenían una distinguida languidez. Ese día era distinto a los otros. Una apostura marcial había conquistado su cuerpo.
                       Su conciencia había quemado los malos recuerdos y que estos se habían disipado como humo. La conciencia puede someter al hombre a la más cruel de las penas. Lloraba y las lágrimas ya no le escocían como si de veneno se tratase, ahora corren dulces por sus mejillas: De repente,  la paz invadió su alma y un sabor goloso inundó su boca, ácida hasta entonces. Sus músculos se destensaron, sus ojos sonrieron, su cara se pintó de bondad. Su cuello, ya erguido, le permitió ver el cielo, que continuaba azul, como la última vez que lo vio.
                       A pesar de tener un corazón recio, su cuerpo había aguantado el paso del tiempo a duras penas. Y le asaltó la impresión de que su vida había transcurrido con la misma velocidad con que sucede en el cine. Pero la sensación de haber vomitado al mismo demonio, le alivió. Ahora, en su mente, retumbaba el sosiego del silencio, y era como si cada palabra fuese una composición musical. Volvieron a su espíritu las vigorizantes influencias de las expansiones naturales de la juventud.
                       Con paso firme y seguro se dirigió a la garita donde los funcionarios de prisión gastaban su tiempo laboral. Se plantó en la puerta de entrada, esperó unos segundos a que le prestaran atención y una vez logrado, con voz clara y amable:
–Yo ya me he perdonado.
                       Acompañó la frase con una sonrisa dulce, inocente, delicada y sin esperar respuesta alguna, dio media vuelta y se incorporó a la vida en el patio. Todo con una exquisita prudencia. Los funcionarios se miraron y comentaron jocosamente la actuación de Expósito como si se tratara de una locura más a las que tan acostumbrados estaban.