CAPÍTULO
4.- EL DESENLACE. LA CATARSIS.
Ese día como otros días, amaneció.
Y ese día, como otros días, pasó el recuento matinal. Y como otros, bajaron
al patio en busca del desayuno. Ese día, también como otros días, comenzó el
protocolo de las asociaciones en el patio para los paseos o las tertulias en
los bancos. Un día como cualquier otro para muchos, para todos. O para casi
todos.
Pero ese día no era como
otros días. Ese día sus ojos no vieron los escalones de la escalera. Ese día
sus ojos se encontraron con otros ojos intercambiando miradas conscientemente
desprovistas de todo significado. Ese día sus ojos recibían el sol de lleno,
extrañando su fuerza, y en su mirada había cierto patetismo, seguramente por la
falta de contacto, y a pesar de ello, mantenían una distinguida languidez. Ese
día era distinto a los otros. Una apostura marcial había conquistado su cuerpo.
Su conciencia había
quemado los malos recuerdos y que estos se habían disipado como humo. La
conciencia puede someter al hombre a la más cruel de las penas. Lloraba y las
lágrimas ya no le escocían como si de veneno se tratase, ahora corren dulces
por sus mejillas: De repente, la paz
invadió su alma y un sabor goloso inundó su boca, ácida hasta entonces. Sus
músculos se destensaron, sus ojos sonrieron, su cara se pintó de bondad. Su
cuello, ya erguido, le permitió ver el cielo, que continuaba azul, como la
última vez que lo vio.
A pesar de tener un
corazón recio, su cuerpo había aguantado el paso del tiempo a duras penas. Y le
asaltó la impresión de que su vida había transcurrido con la misma velocidad
con que sucede en el cine. Pero la sensación de haber vomitado al mismo
demonio, le alivió. Ahora, en su mente, retumbaba el sosiego del silencio, y
era como si cada palabra fuese una composición musical. Volvieron a su espíritu
las vigorizantes influencias de las expansiones naturales de la juventud.
Con paso firme y seguro
se dirigió a la garita donde los funcionarios de prisión gastaban su tiempo
laboral. Se plantó en la puerta de entrada, esperó unos segundos a que le
prestaran atención y una vez logrado, con voz clara y amable:
–Yo ya me he
perdonado.
Acompañó la frase con una
sonrisa dulce, inocente, delicada y sin esperar respuesta alguna, dio media
vuelta y se incorporó a la vida en el patio. Todo con una exquisita prudencia. Los
funcionarios se miraron y comentaron jocosamente la actuación de Expósito como
si se tratara de una locura más a las que tan acostumbrados estaban.