miércoles, 2 de octubre de 2013

Primer mundo: la habitación de la despedida. (Capítulo 2)

A medida que me acercaba, la oscuridad se volvía más y más tenue. Oscuridad justa, iluminada por cirios y velas, más cirios y más velas, pequeños recipientes de cristal con aceite y una mecha, y más velas para acompañar a más o menos 37 mujeres que parecían estar bajo la batuta de un director de orquesta en la figura de D. Dionisio, el cura, por la manera de rezar el rosario. 37 mujeres y una voz. Les aseguro que sólo parecía oírse una voz, un solo tono, un solo timbre y a un mismo volumen. Caras serias, tristes, llorosas, concentradas otras, resignadas algunas.
A las nuevas incorporaciones se las recibía con leves movimientos de cabeza que traducidos en palabras bien podría ser: “qué se le va a hacer”. Incorporaciones a un grupo compacto pues no parecía que sufriera de abandonos o retiradas. Muy asentado aquel grupo, pero muy aburrido. Su solemnidad fue lo más llamativo. Y lo verdaderamente enigmático era lo que había en aquella caja que rodeaban a media luz personajes insólitos, salidos de las obras de Galdós, señoras con caras de mujer-camafeo, otras redonditas como mazapanes, las había con rostros larguiruchos haciendo juego con largos pendientes de azabache, todas atentas hacia la que pronunciaba ahora la letanía, frases piadosas –Madre purísima, Madre castísima, Madre virginal, Espejo de justicia, Trono de sabiduría…– que rogaban y volvían a rogar a Dios “ruega por nosotros”, incomprendidas  pero sugerentes para mí, suplicantes, un susurro lúgubre y mortuorio. Visita rápida. Este mundo no me atraía. Corrí, primero con sigilo y luego dejando oír mis suelas contra el suelo entarimado hacia la otra punta, el comedor del subastao. Descorrí las cortinas, asomándome entre ellas. Se hizo una pausa y recibí todas las miradas, lo que supuso un grupal suspenso de la partida. Fueron unas miradas que todas se preguntaban lo mismo ¿quién es? Y en la que se notaba un inmediato cambio de ceño.
-¡Alejandrita!
Los ojos masculinos volvieron al subastao. Algunos de los que acompañaban de pie a los jugadores me dedicaron carantoñas, besos, saludos y demás gestos adultos, alabando atributos que yo no reconocía en mí. En un impasse de la partida todos me agasajaron con su atención y dulcemente me invitaron a que abandonara la sala para que me entretuviera con los de mi género, condición e intención. Me hice la remolona, pero un beso y un azote cariñoso en el culo que me empujaba hacia la salida me obligaron a colocarme nuevamente tras las cortinas.
¡Ay canario!, cojones, si arrastras de sota, le levantamos las 20 en oros. No llegan a 70 puntos, joder
Seguí picando las copas buscando la malilla.
¿La malilla? La malilla es tu mujer, canario, y a esa sí que no la buscas.
Sus risas eran cómplices, secretas, de misa, con sonido de indebidas.