A medida que me acercaba, la oscuridad se volvía más
y más tenue. Oscuridad justa, iluminada por cirios y velas, más cirios y más
velas, pequeños recipientes de cristal con aceite y una mecha, y más velas para
acompañar a más o menos 37 mujeres que parecían estar bajo la batuta de un
director de orquesta en la figura de D. Dionisio, el cura, por la manera de
rezar el rosario. 37 mujeres y una voz. Les aseguro que sólo parecía oírse
una voz, un solo tono, un solo timbre y a un mismo volumen. Caras serias,
tristes, llorosas, concentradas otras, resignadas algunas.
A las nuevas incorporaciones se las recibía con
leves movimientos de cabeza que traducidos en palabras bien podría ser: “qué se
le va a hacer”. Incorporaciones a un grupo compacto pues no parecía que
sufriera de abandonos o retiradas. Muy asentado aquel grupo, pero muy aburrido.
Su solemnidad fue lo más llamativo. Y lo verdaderamente enigmático era lo que
había en aquella caja que rodeaban a media luz personajes insólitos, salidos de
las obras de Galdós, señoras con caras de mujer-camafeo, otras redonditas como mazapanes,
las había con rostros larguiruchos haciendo juego con largos pendientes de azabache,
todas atentas hacia la que pronunciaba ahora la letanía, frases piadosas –Madre
purísima, Madre castísima, Madre virginal, Espejo de justicia, Trono de
sabiduría…– que rogaban y volvían a rogar a Dios “ruega por nosotros”,
incomprendidas pero sugerentes para mí, suplicantes,
un susurro lúgubre y mortuorio. Visita rápida. Este mundo no me atraía. Corrí,
primero con sigilo y luego dejando oír mis suelas contra el suelo entarimado
hacia la otra punta, el comedor del subastao. Descorrí las cortinas, asomándome
entre ellas. Se hizo una pausa y recibí todas las miradas, lo que supuso un
grupal suspenso de la partida. Fueron unas miradas que todas se preguntaban lo
mismo ¿quién es? Y en la que se notaba un inmediato cambio de ceño.
-¡Alejandrita!
–¡Ay canario!, cojones, si arrastras de
sota, le levantamos las 20 en oros. No llegan a 70 puntos, joder
–Seguí picando las copas buscando la
malilla.
–¿La malilla? La malilla es tu mujer,
canario, y a esa sí que no la buscas.
Sus risas eran cómplices, secretas, de
misa, con sonido de indebidas.