jueves, 24 de octubre de 2013

Resignación (Capítulo 2)

                    Él estaba sentado en la barra, de espaldas a la puerta, enfrascado, nunca mejor dicho, en una amena conversación con el barman del hotel y acompañado, cómo no, por el güisquito de rigor.
– ¡Hola Luis!
– ¡Hola mi amor! ¡Qué guapa! Mire, esta es mi esposa.
                              Y el barman deferentemente y con cara de profesional:
–Mucho gusto, señora. Mis más sinceras felicitaciones. Espero que ustedes sean muy felices. ¿Desea un aperitivo?
– ¡Tómate algo! –la animó Luis.
–Bueno. Póngame un “Martini blanco”, por favor.
                              Purita permaneció de pie junto a su marido, y este junto a la barra. El taburete alto no era el asiento idóneo para un vestido de cena romántica.
                              Luis apuró el güisqui y le indicó a su nuevo amigo que le sirviera otro. Seguramente, con la intención de acompañar a su esposa. Pasaron casi 35 minutos de animada charla con el barman, que se llamaba Antonio. Charla intercalada con pequeñas interrupciones para atender a otros parroquianos que se acercaban por el bar y que Luis aprovechaba para cumplir fugazmente con su acicalada esposa. En una de esas, que Purita se atreve a mostrarle su apetencia de cenar junto a su recién estrenado esposo, él, ocurrentemente, le ofrece que tome asiento en la mesa del restaurante.
–Vete pidiendo, Purita. Me acabo la copa y voy para allá. Te lo digo para que no estés aquí de pie como una estatua –añadió.
                              Luis se preocupaba de la comodidad de Purita.
  – ¿Qué desea cenar la señora? –atentamente el maitre.
–Estoy esperando a mi marido, gracias.
– ¿Le gustaría tomar algo mientras espera?
–Gracias, estaba tomando un Martini en el bar.
–No se preocupe, se lo traeré.
                              El maitre, con paso ético, se dirige al bar y recoge la copa de la señora y aprovecha para avisar al entretenido esposo de que su señora esposa lo espera sentada.
–Dígale que vaya pidiendo. Voy enseguida, espetó secamente.
–Purita, no me gusta que mandes a nadie a buscarme.
–Pero si yo…
– ¡No coño! No soy ningún niño para que me tengan que ir a buscar.
                              Algo molesta, osa contestarle:
–No he mandado a nadie a buscarte. Y apartó su mirada hacia ningún sitio.
–Bueno ya está, pero no lo hagas más.
                              La cena transcurrió aburrida. Frases cortas con esforzada amabilidad y simpatía. La conversación, si se le podía llamar así, en ningún momento alcanzó el grado de amena, y mucho menos interesante a pesar de los esfuerzos de Purita.

                              Ya en la cama, ella pensó en que su rol pasaba por ir conociendo, poco a poco, sus deberes de esposa fiel y diligente. Saber los usos y costumbres de su hombre para que la empresa llegara a buen puerto. La madrugada la acompañaba en sus pensamientos mientras Luis, al otro lado, dormía sus güisquis –durante la cena apuró otros tres que le sirvieron para no volver al bar y que ella, habilidosamente como le correspondía, lo arrastrara hasta su habitación.