Toda una mujer de su casa. Ya se lo había
ordenado D. Relio: “Sierva te doy…” y su bisabuela y su abuela y su propia
madre se lo habían advertido aconsejándola. Ese determinismo familiar que
herencia tras herencia iba de abuelos a nietas y de madres a hijas… Ese
hipócrita y despótico régimen familiar que tiene como lema: “Todo para la mujer
pero sin la mujer”, trenzaban un oscuro futuro para la pareja.
Purita, mujer del siglo XX, y afincada ya en el siglo XXI, convivía extrañada y confusa entre lo aprehendido mamado y grabado a fuego, y las nuevas y revolucionarias tendencias femeninas. Mujer de las de antes, de las que fregaban el piso de rodillas y que se acercaban más al estilo de vida de una geisha inculta que a una hembra emancipada. ¿Qué hacer? ¿Traicionar las enseñanzas ancestrales de las mujeres de su familia, –lo que se consideraría un desprecio, un insulto– o traicionar a esas extrañas que se hacen llamar camaradas de campaña de la ola feminista?
Dos
hijos en tres años acabaron con sus dudas. Los designios del Señor, o mejor
dicho, de su señor la obligaban a tomar “el camino de siempre”. Simplemente no
quería complicaciones. Ella buscó mil maneras para
quererlo y para que él la quisiera, pero se le gastó el cariño y la necesidad y
el humor y las ganas de conversar para hacerse entender, no consistía sólo en
no entrar en conflicto, únicamente buscaba espacios de paz para su familia,
cierta estabilidad en ese abismo que se abría inexorablemente.
–Néstor, será mejor que te metas en la
cama antes de que llegue tu padre, si no, ya sabes lo que va a pasar cuando se
entere de tu suspenso.
Néstor,
a pesar de sus doce años, pareció oír la voz del coco, como si su madre hubiera
mentado al mismo Satanás, se apresuró a meterse en la cama, con la sábana
inmaculada encima de la nariz y con los ojos abiertos de terror, a la espera del
clásico sonido de la puerta –ya los cerraría según las presencias.
–¡Lo de este niño, que hace lo que le da
la gana como tú, ya me está hartando. Y es culpa tuya, que lo consientes y le
tapas todo!
–¡Luis, sólo es un suspenso en Inglés.
El niño necesita clases particulares ya!
–¡Claro, claro, ahora le voy a pagar YO
al vago de TU hijo unas clases particulares. Tengo cosas más importantes que el
Inglés del niño!
Las
palabras de Luis dolieron como puñales al rojo vivo. Esa primera persona que
acaparaba la economía familiar y esa segunda que eludía las responsabilidades
le estallaron en el cerebro y le aleteó el corazón.
Purita hacía y Luis deshacía. Purita
llenaba la casa de calor y dulzura y Luis la enfriaba con desplantes. Purita
construía una familia en la que imperaba el amor y el respeto y Luis la
derribaba con sus palabras malsonantes y sus ausencias inexplicables. Triste Purita,
pobre Purita.
La
joven y bella esposa había perdido su lozanía. Su pelo, aunque siempre limpio,
cuidado y peinado se había estropajado, sus ojos olvidaron el brillo, su piel
se había fruncido y su semblante, el espejo de la sumisión dulce. Hasta en el
vestir resultaba descuidada. Triste Purita, pobre Purita. Su sonrisa ya no
tenía el revuelo de la juventud, aun siendo joven. Pobre y triste Purita.
Desde
hacía unos meses los horarios de Luis eran intempestivos, muy variables,
inesperados. Horarios poco familiares, con olor a leña de otro hogar, con calor
de otra cama. Su trato cada vez más arisco, más distante, más desagradable e
ingrato.
Era
la indiscutible hegemonía del hombre. Las cosas como son.
Purita
cumplía dominicalmente con sus deberes cristianos y aprovechó una misa para
asaltar a D. Relio y pedirle audiencia.
El
cura tenía una edad indefinida, aunque parecía joven. Su corriente religiosa no
comulgaba con la de las nuevas generaciones, esas que se acercan a la teoría de
la liberación, tampoco con los rigoristas vaticanos, pero sí la de los que se
supone están con los nuevos tiempos. Además, mantenía su galanura tras el
alzacuello, atraía con su magnetismo religioso a las feligresas y llevaba el
tiempo suficiente en la parroquia como para conocer sus entresijos y a sus
moradores.
–D. Relio, tengo miedo. Luis ha cambiado
mucho y parece no estar a gusto en casa. Su mal humor va en aumento, ya no es
tan cariñoso con los niños como antes. Y conmigo, D. Relio, conmigo es un
extraño, me rehúye.
Don
Aurelio, que así se llamaba:
–Purita, Purita…