lunes, 21 de octubre de 2013

La Nácar-Colunga (Capítulo 1)

Cada día, mes y año, excepto en vacaciones,  me vestía de azul marino con una blusa blanca y medias canelas y me dirigía al colegio de vestales, donde las vírgenes practicábamos la vida, hacíamos gimnasia y aprendíamos a ser sumisas, dóciles para un marido inexistente aún, futuras madres de sus hijos o hijas, también estudiábamos mucho y entre otras actividades, cuarenta días después de carnavales, repetíamos de memoria la pasión y resurrección de Cristo (evangelio según S. Lucas, creo) –que era una tortura para mí- y hacíamos los ejercicios espirituales, que me sacaban de la rutina del curso escolar porque durante horas y días consecutivos, se celebraban en un recogimiento absoluto. Los pupitres vueltos hacia la pared, el salón a media luz con el fin de conseguir un ambiente de reflexión, de contricción y de escucha por si Dios te llamaba. Apenas se oía el suave susurro de las hojas de cebolla de los libros sagrados de las allí congregadas. Yo organizaba mi mundo con la Nácar-Colunga la Biblia y  levantaba trincheras, me aislaba totalmente, miraba estampas benditas que nos regalábamos las vestales o comprábamos en la calle La Peregrina y leía con verdadera fruición. Yo era totalmente feliz. No había clase, y si no fuera porque tal vez Dios me llamara, incluso me encontraba radiante, tanto que me hubiese gustado caminar por el aire pisando suavemente las cabezas de mis compañeras, dar volteretas por aquel enorme salón y enseñar todas las historias e ilustraciones pequeñitas que me encontraba en aquel libro que, después de ciertas novelas de Pérez Galdós, era el que más me gustaba. En ese momento, un autor proscrito por su anticlericalismo; sin embargo, no se producían en mí contradicciones. Yo pensaba que D. Benito no sólo tuvo que pasar una vez por el Purgatorio, donde estaba amenazado por un ángel con una espada de fuego que tenía vida propia, sino que después de años muerto, volvía a ser juzgado, condenado y perseguido con la espada de fuego, esta vez en la mano del Obispo de la Diócesis. Aunque no me extrañó nada. En la historia sagrada aún pasaban cosas peores.