Cada día, mes y año, excepto en vacaciones, me vestía de azul marino con una blusa blanca
y medias canelas y me dirigía al
colegio de vestales, donde las vírgenes
practicábamos la vida, hacíamos gimnasia y aprendíamos a ser sumisas, dóciles
para un marido inexistente aún, futuras madres de sus hijos o hijas, también
estudiábamos mucho y entre otras actividades, cuarenta días después de
carnavales, repetíamos
de memoria la pasión y resurrección de Cristo (evangelio según S. Lucas, creo)
–que era una tortura para mí- y hacíamos los ejercicios espirituales, que me sacaban de la rutina del curso escolar porque durante horas y días consecutivos, se celebraban en un recogimiento absoluto.
Los pupitres vueltos hacia la
pared, el salón a media luz con el fin de conseguir un ambiente de reflexión, de contricción y de escucha –por si Dios te llamaba.
Apenas se oía el suave susurro de las hojas de cebolla de los libros sagrados
de las allí congregadas. Yo organizaba
mi mundo con la Nácar-Colunga –la Biblia– y levantaba
trincheras, me aislaba totalmente, miraba estampas benditas que nos regalábamos
las vestales o comprábamos en la calle La Peregrina y leía con verdadera
fruición. Yo era totalmente feliz. No había clase, y si no fuera porque tal vez Dios me
llamara, incluso me encontraba radiante, tanto que me hubiese gustado caminar
por el aire pisando suavemente las cabezas de mis compañeras, dar volteretas
por aquel enorme salón y enseñar todas las historias e ilustraciones pequeñitas
que me encontraba en aquel libro que, después de ciertas
novelas de Pérez Galdós, era el que más me gustaba. En
ese momento, un
autor proscrito por su anticlericalismo;
sin embargo, no se producían en mí contradicciones. Yo pensaba que D. Benito no sólo
tuvo que pasar una vez por el Purgatorio, donde estaba amenazado por un
ángel con una espada de fuego que tenía
vida propia, sino que después de años muerto,
volvía a ser juzgado, condenado y perseguido con la espada de fuego, esta vez
en la mano del Obispo de la Diócesis.
Aunque no me extrañó nada. En la historia sagrada aún pasaban cosas peores.