jueves, 24 de octubre de 2013

Resignación (Capítulo 1)

                                   
 “Sierva te doy, que no esclava”
                              Las palabras del párroco Relio –como lo llamaba la feligresía– sonaron contundentes, rabiosamente taxativas, más que amables y cariñosas.
                              El beso que sellaba el contrato estaba bañado, como los bombones de licor, en ron y vino añejo de un día atrás, pero ella lo recibió con la dulzura del chocolate. A la salida, arroz y vítores al viento.
                              Desde muy joven, Luis tuvo a bien declararse ateo. No le fue fácil dar con una mujer de nobles sentimientos y dulces maneras. Religiosa, muy religiosa, por eso quedó  resignada con esta debilidad de su estrenado marido, porque ella no temía a Dios. Pocas veces hablaban de asuntos de fe.  Purita se sabía protegida por la Santísima Trinidad a medias, ¡ya vería cómo arreglaba este desencuentro con el Todopoderoso! Aun así, Luis había consentido la boda por la iglesia –desde luego resultaba más vistosa y notoria.
                              Él era un hombre común y corriente en general –salvo en lo de declararse ateo, que fue su único pensamiento trascendental, no evolucionó a más–, con sus ataques de mal humor sin motivo aparente, con sus euforias esporádicas y sus ausencias sin aviso previo, con su desprecio frecuente por los que no pensaban como él, y con la ingrata certidumbre de que la mejor hora para querer era la que a él se le antojaba. Por eso, a las hermanas de Purita les parecía inaudito la condición de perpetua enamorada que se desprendía de sus ojos y de su sonrisa.
                              Hubo boda religiosa, banquete con baile y viaje de novios.
                              Nadie supo cómo fueron esos días y esas noches ni cómo los primeros sueños de casados.
–Purita, en lo que te vistes, bajo al bar. Te espero allí, no tardes.
–¡Pero si ya estoy. No tardo ni un minuto y bajamos juntos a cenar!
–¡No. Venga, venga!
                              A ella le hubiera gustado compartir con risas y guiños esos momentos en los que la felicidad le estremecía todo el cuerpo, en los que la habitación aparecía desordenada tal y como ocurre después de una función “de fin de algo” con ese olor a sexo que embriagaba, quedarse abandonada junto a él plácidamente, parando el tiempo. Los romanos deben tener razón:”post-coitum homo tristum est” y Luis necesitaba de libaciones etílicas para reanimarse. “En fin, hay que ser comprensiva. No queda otra. Al fin y al cabo, había tenido suerte, es un buen hombre, y será un buen padre y un buen marido”.