miércoles, 2 de octubre de 2013

Mundos diferentes. (Capítulo 1)

Después de recorrer durante ochenta y nueve años los bosques, jardines, desiertos, playas, montañas y demás parajes de la vida, “ña” Asunción decidió, junto a su compañero infatigable al que llamaba Dios, visitar otro mundo, y para eso, según la madre de Alejandrita, tenía que dormirse profundamente y no hablar con nadie hasta su definitiva despedida. Le resultaba un viaje muy peculiar: no había maletas ni aeropuertos, muelles o autopistas. Se partía desde casa y era la primera vez que toda la familia se reunía para un adiós. Ya le habían explicado que no era un “hasta pronto”.
¿Cómo vivía Alejandrita aquel viaje? Fue la confesión el descubrimiento más grande a la que se enfrentaba en sus 12 años de existencia. El enigma más surrealista.
Los familiares y los invitados eran recibidos en el soportal del patio interior de la primera planta de la casa. Un camarero de camisa blanca y pajarita negra les ofrecía un buchito de café. La primera pregunta era ¿por qué todos los familiares habían elegido el color negro en sus vestimentas?, ¿qué significaba el botón negro en las chaquetas del médico, del farmacéutico, del Sr. Francisco, del de la tienda y demás allegados? ¡El color negro, qué impresión! Y no sólo esto los identificaba, los asemejaba: sus caras, sus rictus cariacontecidos, pesarosos.
Todas las despedidas que formaban parte de su experiencia no eran únicamente tristes. Las había vivido alegres, indiferentes y tristes, incluso en algunas, se habían dado las tres emociones, pero en esta, todos se presentaban con la misma turbación: tristeza. La gran mayoría aceptaba el agasajo del cafecito y tras un velado encuentro con los que se tropezaban, subían las escaleras hacia el silencioso bullicio del segundo piso. Otro de los descubrimientos fue la fórmula de la despedida. Nueva. El pésame. El más sentido pésame. Nunca lo había escuchado. Se estaba desconcertando con el vocabulario que empezaba múltiples conversaciones: luto, velatorio, esquela, duelo, funeral… ¿Qué viaje más raro? Pero todo empezó a tomar sentido o, al menos, a normalizarse. Otro de los camareros, armado de una bandeja, iba suministrando principalmente a los hombres bebidas espiritosas. Pronto la gran masa se dividió, según género en principio, condición en segundo lugar y, por último, intención.
Al final de la casa, donde el largo pasillo alfombrado de moqueta roja tenía un adiós, se acumularon las mujeres arrulladas por el continuamente eterno rumor de los rosarios. Al otro lado de la vivienda, los hombres recogidos en un comedor tras una cortina poco tupida, se acomodaron en la mesa para, acompañados por Heraclio Forerma, jugar a un subastao. Eso sí, al contrario de otras partidas que recordaba, en esta no había gritos ni risas ni discusiones jocosas sobre lances de la partida, sólo de vez en cuando se escapaba un toc sordo pero contundente debido al  golpeo de los nudillos contra la mesa cuando querían dar contundencia a una buena baza. El resto de los hombres y alguna que otra mujer se repartían en pequeños grupos por toda la casa en charlas que parecían de lo más interesantes a la par que secretas por cómo sus bocas hablaban con los oídos y cómo los oídos se acercaban a las bocas y los ojos perdidos en un punto en un estado de extrema concentración.
Mi curiosidad no tenía límites, así que decidí espiar todos los subconjuntos del gran conjunto. Primero encaminé mi traje dominical y zapatos de charol negro hacia la habitación de la despedida. Este sería el primer mundo.