Después de recorrer durante ochenta y nueve años
los bosques, jardines, desiertos, playas, montañas y demás parajes de la vida,
“ña” Asunción decidió, junto a su compañero infatigable al que llamaba Dios,
visitar otro mundo, y para eso, según la madre de Alejandrita, tenía que
dormirse profundamente y no hablar con nadie hasta su definitiva despedida. Le
resultaba un viaje muy peculiar: no había maletas ni aeropuertos, muelles o
autopistas. Se partía desde casa y era la primera vez que toda la familia se
reunía para un adiós. Ya le habían explicado que no era un “hasta pronto”.
¿Cómo vivía Alejandrita aquel viaje? Fue la
confesión –el descubrimiento– más grande a la que se enfrentaba en sus 12 años de existencia. El enigma más surrealista.
Los familiares y los invitados eran recibidos en el
soportal del patio interior de la primera planta de la casa. Un camarero de
camisa blanca y pajarita negra les ofrecía un buchito de café. La primera pregunta
era ¿por qué todos los familiares habían elegido el color negro en sus
vestimentas?, ¿qué significaba el botón negro en las chaquetas del médico, del
farmacéutico, del Sr. Francisco, del de la tienda y demás allegados? ¡El color
negro, qué impresión! Y no sólo esto los identificaba, los asemejaba: sus caras,
sus rictus cariacontecidos, pesarosos.
Todas
las despedidas que formaban parte de su experiencia no eran únicamente tristes.
Las había vivido alegres, indiferentes y tristes, incluso en algunas, se habían
dado las tres emociones, pero en esta, todos se presentaban con la misma
turbación: tristeza. La gran mayoría aceptaba el agasajo del cafecito y tras un
velado encuentro con los que se tropezaban, subían las escaleras hacia el
silencioso bullicio del segundo piso. Otro de los descubrimientos fue la
fórmula de la despedida. Nueva. El pésame. El más sentido pésame. Nunca lo
había escuchado. Se estaba desconcertando con el vocabulario que empezaba
múltiples conversaciones: luto, velatorio, esquela, duelo, funeral… ¿Qué viaje
más raro? Pero todo empezó a tomar sentido o, al menos, a normalizarse. Otro de
los camareros, armado de una bandeja, iba suministrando principalmente a los
hombres bebidas espiritosas. Pronto la gran masa se dividió, según género en
principio, condición en segundo lugar y, por último, intención.
Al final de la casa, donde el largo pasillo
alfombrado de moqueta roja tenía un adiós, se acumularon las mujeres arrulladas
por el continuamente eterno rumor de los rosarios. Al otro lado de la vivienda,
los hombres recogidos en un comedor tras una cortina poco tupida, se acomodaron
en la mesa para, acompañados por Heraclio Forerma, jugar a un subastao. Eso
sí, al contrario de otras partidas que recordaba, en esta no había gritos ni
risas ni discusiones jocosas sobre lances de la partida, sólo de vez en cuando
se escapaba un toc sordo pero
contundente debido al golpeo de los
nudillos contra la mesa cuando querían dar contundencia a una buena baza. El
resto de los hombres y alguna que otra mujer se repartían en pequeños grupos
por toda la casa en charlas que parecían de lo más interesantes a la par que
secretas por cómo sus bocas hablaban con los oídos y cómo los oídos se
acercaban a las bocas y los ojos perdidos en un punto en un estado de extrema
concentración.
Mi curiosidad no tenía límites, así que decidí
espiar todos los subconjuntos del gran conjunto. Primero encaminé mi traje
dominical y zapatos de charol negro hacia la habitación de la despedida. Este
sería el primer mundo.