miércoles, 30 de octubre de 2013

Cartagena de Indias. Colombia.

Estuve en la casa de Gabo, así llamaba familiarmente a Gabriel García Márquez su hermana.

Fue fácil.
Nos recibió ella porque el escritor estaba de viaje. No recuerdo el nombre de aquella mujer, sólo sus ojos profundos y su sonrisa complacida por la visita –¡veníamos de tan lejos!– y ofrecía su hospitalidad, invitándonos a limonada, a refrescos o a café. Todos estuvimos de acuerdo, café. Era por la mañana. Los ventanales, abiertos de par en par y la luz entraba a raudales en aquella estancia donde tal vez Gabo habría pasado horas pensando sus dos novelas escritas en Cartagena de Indias, Del amor y otros demonios y El amor en los tiempos del cólera.
La hermana colocó la bandeja en la mesita central y mientras repartía las tacitas y disponía el espacio, echaba la cabeza hacia atrás y suspiraba risueña regalando dulces con nombres atrayentes: pastelillos de ajonjolí, panderitos de yuca, fantasmas de merengue y caballitos de papaya.
Respiré profundamente e imaginé, sentado en el sillón que yo ocupaba en ese momento, a Eduardo Galeano, y me pareció escuchar las voces de otros poetas y escritores amigos que acudían al atardecer, con la fresca, con sus palabras guardadas en hojas impresas o en tarros de cristal o en latas de galletas inglesas, donde las exponían, las cambiaban, descubrían sus secretos, hablaban sobre las que más contenido o significado poseían, discutían sobre el alcance de unas u otras, las que más abarcaban, las cifradas para mensajes escondidos, las preferidas, las profundas; incluso rebuscaban para encontrar palabras desconocidas o para recuperar las que se habían perdido.
Me hubiese gustado haberle dejado un mensaje al escritor.
Escritor, Gracias.
Escritor, ¿tal vez pensó en otro final para Crónica de una muerte anunciada?
Escritor, ¡me conmovió tanto su Relato de un náufrago o Cien años de soledad!
Escritor, estoy emocionada porque usted supo elegir las mejores palabras, las adecuadas, las exactas, las más brillantes, las más estremecedoras, las que contenían resignación, miedo, esperanza, sutileza y delicadeza, desesperanza, amor, emoción, tensión, amistad, tristeza, soledad y silencio.

Autora invitada: Julia


jueves, 24 de octubre de 2013

Resignación (Capítulo 1)

                                   
 “Sierva te doy, que no esclava”
                              Las palabras del párroco Relio –como lo llamaba la feligresía– sonaron contundentes, rabiosamente taxativas, más que amables y cariñosas.
                              El beso que sellaba el contrato estaba bañado, como los bombones de licor, en ron y vino añejo de un día atrás, pero ella lo recibió con la dulzura del chocolate. A la salida, arroz y vítores al viento.
                              Desde muy joven, Luis tuvo a bien declararse ateo. No le fue fácil dar con una mujer de nobles sentimientos y dulces maneras. Religiosa, muy religiosa, por eso quedó  resignada con esta debilidad de su estrenado marido, porque ella no temía a Dios. Pocas veces hablaban de asuntos de fe.  Purita se sabía protegida por la Santísima Trinidad a medias, ¡ya vería cómo arreglaba este desencuentro con el Todopoderoso! Aun así, Luis había consentido la boda por la iglesia –desde luego resultaba más vistosa y notoria.
                              Él era un hombre común y corriente en general –salvo en lo de declararse ateo, que fue su único pensamiento trascendental, no evolucionó a más–, con sus ataques de mal humor sin motivo aparente, con sus euforias esporádicas y sus ausencias sin aviso previo, con su desprecio frecuente por los que no pensaban como él, y con la ingrata certidumbre de que la mejor hora para querer era la que a él se le antojaba. Por eso, a las hermanas de Purita les parecía inaudito la condición de perpetua enamorada que se desprendía de sus ojos y de su sonrisa.
                              Hubo boda religiosa, banquete con baile y viaje de novios.
                              Nadie supo cómo fueron esos días y esas noches ni cómo los primeros sueños de casados.
–Purita, en lo que te vistes, bajo al bar. Te espero allí, no tardes.
–¡Pero si ya estoy. No tardo ni un minuto y bajamos juntos a cenar!
–¡No. Venga, venga!
                              A ella le hubiera gustado compartir con risas y guiños esos momentos en los que la felicidad le estremecía todo el cuerpo, en los que la habitación aparecía desordenada tal y como ocurre después de una función “de fin de algo” con ese olor a sexo que embriagaba, quedarse abandonada junto a él plácidamente, parando el tiempo. Los romanos deben tener razón:”post-coitum homo tristum est” y Luis necesitaba de libaciones etílicas para reanimarse. “En fin, hay que ser comprensiva. No queda otra. Al fin y al cabo, había tenido suerte, es un buen hombre, y será un buen padre y un buen marido”.
                             


Resignación (Capítulo 2)

                    Él estaba sentado en la barra, de espaldas a la puerta, enfrascado, nunca mejor dicho, en una amena conversación con el barman del hotel y acompañado, cómo no, por el güisquito de rigor.
– ¡Hola Luis!
– ¡Hola mi amor! ¡Qué guapa! Mire, esta es mi esposa.
                              Y el barman deferentemente y con cara de profesional:
–Mucho gusto, señora. Mis más sinceras felicitaciones. Espero que ustedes sean muy felices. ¿Desea un aperitivo?
– ¡Tómate algo! –la animó Luis.
–Bueno. Póngame un “Martini blanco”, por favor.
                              Purita permaneció de pie junto a su marido, y este junto a la barra. El taburete alto no era el asiento idóneo para un vestido de cena romántica.
                              Luis apuró el güisqui y le indicó a su nuevo amigo que le sirviera otro. Seguramente, con la intención de acompañar a su esposa. Pasaron casi 35 minutos de animada charla con el barman, que se llamaba Antonio. Charla intercalada con pequeñas interrupciones para atender a otros parroquianos que se acercaban por el bar y que Luis aprovechaba para cumplir fugazmente con su acicalada esposa. En una de esas, que Purita se atreve a mostrarle su apetencia de cenar junto a su recién estrenado esposo, él, ocurrentemente, le ofrece que tome asiento en la mesa del restaurante.
–Vete pidiendo, Purita. Me acabo la copa y voy para allá. Te lo digo para que no estés aquí de pie como una estatua –añadió.
                              Luis se preocupaba de la comodidad de Purita.
  – ¿Qué desea cenar la señora? –atentamente el maitre.
–Estoy esperando a mi marido, gracias.
– ¿Le gustaría tomar algo mientras espera?
–Gracias, estaba tomando un Martini en el bar.
–No se preocupe, se lo traeré.
                              El maitre, con paso ético, se dirige al bar y recoge la copa de la señora y aprovecha para avisar al entretenido esposo de que su señora esposa lo espera sentada.
–Dígale que vaya pidiendo. Voy enseguida, espetó secamente.
–Purita, no me gusta que mandes a nadie a buscarme.
–Pero si yo…
– ¡No coño! No soy ningún niño para que me tengan que ir a buscar.
                              Algo molesta, osa contestarle:
–No he mandado a nadie a buscarte. Y apartó su mirada hacia ningún sitio.
–Bueno ya está, pero no lo hagas más.
                              La cena transcurrió aburrida. Frases cortas con esforzada amabilidad y simpatía. La conversación, si se le podía llamar así, en ningún momento alcanzó el grado de amena, y mucho menos interesante a pesar de los esfuerzos de Purita.

                              Ya en la cama, ella pensó en que su rol pasaba por ir conociendo, poco a poco, sus deberes de esposa fiel y diligente. Saber los usos y costumbres de su hombre para que la empresa llegara a buen puerto. La madrugada la acompañaba en sus pensamientos mientras Luis, al otro lado, dormía sus güisquis –durante la cena apuró otros tres que le sirvieron para no volver al bar y que ella, habilidosamente como le correspondía, lo arrastrara hasta su habitación. 

Resignación (Capítulo 3)

                                   Toda una mujer de su casa. Ya se lo había ordenado D. Relio: “Sierva te doy…” y su bisabuela y su abuela y su propia madre se lo habían advertido aconsejándola. Ese determinismo familiar que herencia tras herencia iba de abuelos a nietas y de madres a hijas… Ese hipócrita y despótico régimen familiar que tiene como lema: “Todo para la mujer pero sin la mujer”, trenzaban un oscuro futuro para la pareja.  
                             
Purita, mujer del siglo XX, y afincada ya en el siglo XXI, convivía extrañada y confusa entre lo aprehendido mamado y grabado a fuego, y las nuevas y revolucionarias tendencias femeninas. Mujer de las de antes, de las que fregaban el piso de rodillas y que se acercaban más al estilo de vida de una geisha inculta que a una hembra emancipada. ¿Qué hacer? ¿Traicionar las enseñanzas ancestrales de las mujeres de su familia, –lo que se consideraría un desprecio, un insulto– o traicionar a esas extrañas que se hacen llamar camaradas de campaña de la ola feminista?
                              Dos hijos en tres años acabaron con sus dudas. Los designios del Señor, o mejor dicho, de su señor la obligaban a tomar “el camino de siempre”. Simplemente no quería complicaciones. Ella buscó mil maneras para quererlo y para que él la quisiera, pero se le gastó el cariño y la necesidad y el humor y las ganas de conversar para hacerse entender, no consistía sólo en no entrar en conflicto, únicamente buscaba espacios de paz para su familia, cierta estabilidad en ese abismo que se abría inexorablemente.
–Néstor, será mejor que te metas en la cama antes de que llegue tu padre, si no, ya sabes lo que va a pasar cuando se entere de tu suspenso.
                              Néstor, a pesar de sus doce años, pareció oír la voz del coco, como si su madre hubiera mentado al mismo Satanás, se apresuró a meterse en la cama, con la sábana inmaculada encima de la nariz y con los ojos abiertos de terror, a la espera del clásico sonido de la puerta –ya los cerraría según las presencias.
–¡Lo de este niño, que hace lo que le da la gana como tú, ya me está hartando. Y es culpa tuya, que lo consientes y le tapas todo!
–¡Luis, sólo es un suspenso en Inglés. El niño necesita clases particulares ya!
–¡Claro, claro, ahora le voy a pagar YO al vago de TU hijo unas clases particulares. Tengo cosas más importantes que el Inglés del niño!
                              Las palabras de Luis dolieron como puñales al rojo vivo. Esa primera persona que acaparaba la economía familiar y esa segunda que eludía las responsabilidades le estallaron en el cerebro y le aleteó el corazón.
                             Purita hacía y Luis deshacía. Purita llenaba la casa de calor y dulzura y Luis la enfriaba con desplantes. Purita construía una familia en la que imperaba el amor y el respeto y Luis la derribaba con sus palabras malsonantes y sus ausencias inexplicables. Triste Purita, pobre Purita.
                              La joven y bella esposa había perdido su lozanía. Su pelo, aunque siempre limpio, cuidado y peinado se había estropajado, sus ojos olvidaron el brillo, su piel se había fruncido y su semblante, el espejo de la sumisión dulce. Hasta en el vestir resultaba descuidada. Triste Purita, pobre Purita. Su sonrisa ya no tenía el revuelo de la juventud, aun siendo joven. Pobre y triste Purita.
                              Desde hacía unos meses los horarios de Luis eran intempestivos, muy variables, inesperados. Horarios poco familiares, con olor a leña de otro hogar, con calor de otra cama. Su trato cada vez más arisco, más distante, más desagradable e ingrato.
                              Era la indiscutible hegemonía del hombre. Las cosas como son.
                              Purita cumplía dominicalmente con sus deberes cristianos y aprovechó una misa para asaltar a D. Relio y pedirle audiencia.
                              El cura tenía una edad indefinida, aunque parecía joven. Su corriente religiosa no comulgaba con la de las nuevas generaciones, esas que se acercan a la teoría de la liberación, tampoco con los rigoristas vaticanos, pero sí la de los que se supone están con los nuevos tiempos. Además, mantenía su galanura tras el alzacuello, atraía con su magnetismo religioso a las feligresas y llevaba el tiempo suficiente en la parroquia como para conocer sus entresijos y a sus moradores.
–D. Relio, tengo miedo. Luis ha cambiado mucho y parece no estar a gusto en casa. Su mal humor va en aumento, ya no es tan cariñoso con los niños como antes. Y conmigo, D. Relio, conmigo es un extraño, me rehúye.
                              Don Aurelio, que así se llamaba:
–Purita, Purita…

                              

Resignación (Capítulo 4)

                       
                               La voz del cura sonaba a suave reproche. Le hizo ver que se sentía defraudado. Le hizo ver que no tenía
claro su papel de amantísima esposa y abnegada madre. La hizo sentir responsable. Y lo que es más grave aún, la hizo sentir culpable. “Los del alzacuello son los mayores profesionales en el arte de la manipulación. ¿Hay alguna duda?”
–D. Relio, no sé qué más hacer. Creo que hay otra mujer.
–Procuraré hablar con Luis, pero Purita, piensa, no te falta de nada. Tienes tu casa, unos hijos adorables que van a buenos colegios, vacaciones en la playa… Luis trabaja mucho para ustedes. El hombre necesita desahogarse de tantas responsabilidades. Quizás sólo está cansado, agobiado por los problemas. Tú no sabes lo que cuesta sacar a una familia adelante. Ten paciencia, mujer. Resignación.
–¡¡¡Resignación!!! Le vinieron a la cabeza frases que eran sentencias en la boca de su madre: “Así son las cosas y así deben ser”. O ante reclamos de auxilio: “Es joven, mujer, se curará con la edad”.
                              Tras la entrevista con el cura, Purita, salió embotada de sentimientos: dolor, rabia, impotencia, soledad…Ninguno grato. Pero al menos, las cosas estaban claras. Ahora sabía qué hacer: resignarse.

–Luis, el viernes es el cumpleaños de la niña, querría hacerle una fiestita el sábado con sus amigas.
–El sábado…, el sábado… Mal día. De todas formas si es para las niñas…
–Pero, ¿no vas a estar?
–No, el sábado no puedo.
–Bueno, Luis…
                              Dejó la cocina y se sentó en el salón frente a la tele en actitud de “no molestar”. Un cartel, una pose que adoptaba últimamente, con mucha frecuencia. Purita tuvo miedo de suspirar. Sabía que eso molestaba a su marido.
                              Las noches en el tálamo transcurrían frías y largas, sus ojos conocían el techo de la habitación con la precisión de un topógrafo, y en muchas de ellas las lágrimas caían en secreto silencio a la almohada. Las ojeras, el único maquillaje de su cara. “¿Por qué razón Luis susurraba desde el teléfono de la alcoba?”
                              Preguntas que tenían una simple explicación y que Purita solucionaba con otra típica frase de la madre: “Ojos que no ven, corazón que no siente”. El corazón de Purita iba a estallar, pero resignación.
                              Durante el cumpleaños, las madres de las otras niñas susurraban. Qué triste está Purita, qué desmejorado su aspecto. ”Han visto a Luis salir del bloque de “esa”. Cada día se oculta menos”. Un secreto a voces que Purita no quería revelar a su familia.
                              “Que pase el tiempo, el tiempo todo lo cura; el tiempo pondrá las cosas en su sitio, es pasajero”…Mensajes que consolaban su desesperación, aunque el tiempo se encargaba implacablemente de hacerles perder valor y sentido. Y cambiaban entonces. “Esta es su familia, tiene dos hijos conmigo; sus hijos son lo más importante, no nos puede dejar”…Los mensajes se convertían en gritos de auxilio. Ni el eco de su mente le daba respuesta alguna. Solitaria resignación.

Resignación (Capítulo 5)

                      Luis pertenecía a ese tipo de gente que supone que tu vida no tiene sentido sin su existencia. Y mantenía hasta la saciedad esa actitud arrogante hacia su esposa. Unida a un profundo desprecio por ese ingrato trabajo conocido como “tareas del hogar” en el que tanto esmero y cariño ponía Purita. La irrespetuosa consideración la hacía parecer inferior y empezó a sentirse cínica ante todo lo relacionado con la vida. Su vida matrimonial se inició con un aterciopelado ocaso e iba derivando en un oscuro y triste otoño lleno de abúlicas esperanzas. Desgraciadamente para ella, seguía llena de normas interiores heredadas que actuaban como freno a sus deseos. Los primeros rayos de luz que aparecieron el día de su boda desaparecieron lentamente, al igual que al anochecer los niños abandonan una calle agradable.
                              Hubo un tiempo en el que Purita pensó acudir a las mujeres de su vida que significaban algo así  como “el gran consejo de ancianos”, pero por parte de su familia conocía la respuesta que se acercaría mucho a la de D. Relio; y por la parte política, la imagen resultaba poco halagüeña. Su suegra era una mujer de malas mañas, de entrañas tan rizadas como los nudos de su mugriento pelo. Huraña con los que quería ser huraña y falsa y estridente con los otros. Sus axilas hedían a lepra como su halitosis. Triste Purita. Pobre Purita.
                              La soledad  se  le manifestaba cada vez más envolvente, sólo gracias a la vida de sus hijos se podía alimentar del aliento para seguir viviendo. Ella les dio la vida, y ellos, agradecidos, se la devolvían en el momento más delicado de su pobre y triste existencia.
                              No molesta el inculto sino el que desprecia la cultura por no querer sentirse inferior. Este es el caso de Luis; su prepotencia le impedía evolucionar. Mantenía el temperamento del que hay que sujetar a palos.El lunes, 24 de enero, Luis fue hospitalizado, el malestar  de estómago no disminuía.  El cirujano extrajo una moneda de las antiguas pesetas en una operación de urgencia –se la había tragado cuando tenía tres años y nunca apareció. Entre su desordenada vida, a pesar de los cuidados esmerados de su mujer, y los daños irreversibles de la moneda que habían horadado las entrañas del cabeza de familia, Luis tenía los días contados, la vida se volvía imposible en aquel cuerpo maltratado.
                              “La religión proclama la tolerancia y la benevolencia…
                              El hombre es el que ha llevado el peso de la historia en su afán de proteger a la costilla más débil... Ha llegado a la mortificación en su labor…
                              La ética monoteísta cristiana subyuga a la mujer por su bien. Esta debe ser consciente del papel preponderante que el Señor le ofrece al concederle el poder divino de engendrar”. Oía Purita el sermón dominical de D. Relio con resignación.
                              Purita abandonó la sacristía ese domingo con una expresión dulce, serena, y con paso seguro se dirigió a su casa.
                              Desde el salón de su casa escuchaba las noticias que emitía la radio. Al parecer D. Relio, el párroco, había aparecido muerto en la sacristía de la parroquia. La estola podría haber sido el instrumento del presunto estrangulamiento. También se encontraron bolas de papel en su boca que  contenían el sermón que había pronunciado en lo que fue su última homilía. Descanse en paz el barrio de …
                              Purita cambió el dial y comenzó a escuchar  música folclórica. Resultaba más agradable en lo que preparaba la merienda, hoy especial para ir al parque con sus vidas, con sus hijos.
                             


lunes, 21 de octubre de 2013

La Nácar-Colunga (Capítulo 1)

Cada día, mes y año, excepto en vacaciones,  me vestía de azul marino con una blusa blanca y medias canelas y me dirigía al colegio de vestales, donde las vírgenes practicábamos la vida, hacíamos gimnasia y aprendíamos a ser sumisas, dóciles para un marido inexistente aún, futuras madres de sus hijos o hijas, también estudiábamos mucho y entre otras actividades, cuarenta días después de carnavales, repetíamos de memoria la pasión y resurrección de Cristo (evangelio según S. Lucas, creo) –que era una tortura para mí- y hacíamos los ejercicios espirituales, que me sacaban de la rutina del curso escolar porque durante horas y días consecutivos, se celebraban en un recogimiento absoluto. Los pupitres vueltos hacia la pared, el salón a media luz con el fin de conseguir un ambiente de reflexión, de contricción y de escucha por si Dios te llamaba. Apenas se oía el suave susurro de las hojas de cebolla de los libros sagrados de las allí congregadas. Yo organizaba mi mundo con la Nácar-Colunga la Biblia y  levantaba trincheras, me aislaba totalmente, miraba estampas benditas que nos regalábamos las vestales o comprábamos en la calle La Peregrina y leía con verdadera fruición. Yo era totalmente feliz. No había clase, y si no fuera porque tal vez Dios me llamara, incluso me encontraba radiante, tanto que me hubiese gustado caminar por el aire pisando suavemente las cabezas de mis compañeras, dar volteretas por aquel enorme salón y enseñar todas las historias e ilustraciones pequeñitas que me encontraba en aquel libro que, después de ciertas novelas de Pérez Galdós, era el que más me gustaba. En ese momento, un autor proscrito por su anticlericalismo; sin embargo, no se producían en mí contradicciones. Yo pensaba que D. Benito no sólo tuvo que pasar una vez por el Purgatorio, donde estaba amenazado por un ángel con una espada de fuego que tenía vida propia, sino que después de años muerto, volvía a ser juzgado, condenado y perseguido con la espada de fuego, esta vez en la mano del Obispo de la Diócesis. Aunque no me extrañó nada. En la historia sagrada aún pasaban cosas peores.

Tantum ergo (Capítulo 2)

Embebida por los relatos de condenados, de difuntos que no siempre se quedaban inmóviles en sus pudrideros o navegando por el Averno, de resucitados, prostitutas –mujeres impuras- u otras de bondad infinita, incestos, disputas atroces entre Satanás y Dios, siervos fieles e infieles…, yo me relamía con las resurrecciones y los milagros. Marcaba con estampitas las páginas de los que resucitaban, o de los milagros, donde quedaban curados paralíticos, mudos, endemoniados, también había relatos de transfiguraciones e incluso de los que negaban la resurrección, como los saduceos.
Esos días transcurrían sólo interrumpidos por actos religiosos extraordinarios y declamanado el
“Tantum ergo Sacramentum
Veneremur cernui
et antiquam documentum…”,
que logré aprenderme y recitarlo con entusiasmo inusitado sin comprender absolutamente nada de lo que decía.
            Así mis ejercicios espirituales quedaban cargados de personajes, panegíricos, pecadoras, publicanos y fariseos. Aprendí la historia sagrada pero no me dio nunca paz. La lucha encarnizada entre Satanás y Dios donde pusieron a prueba la dignidad de Job para constatar la fidelidad debida a Dios –ejemplo de santidad, integridad y fortaleza ante las dificultades, me causó una impresión inenarrable; incluso aumentaron mis malos pensamientos que quedaban flotando en el aire y mi temor se acrecentó pensando en que tal vez Satanás y Dios pudieran encontrar otro entretenimiento conmigo…., por mi deseo de no ser llamada por Él para ser monja en las misiones…, aunque pudiera ser que si me confesaba…No, el cura era representante de Dios en la Tierra.
Nunca más me confesé, no.  Prefería pasar desapercibida y seguir leyendo a Pérez Galdós.

Autora invitada: Julia

viernes, 18 de octubre de 2013

En otoño.

Lo único cierto y exacto de este instante prodigioso,
donde se deshacen sobre el inmenso Atlántico y las arenas negras de nuestra costa
los últimos rayos del sol de este día de otoño,
es que mi amor se está descomponiendo por sus llagas
protegidas por trapos sucios,
      lejos de mí,
lejos de los gritos de mi corazón que lo llama.

 Autora invitada: Julia

¿El tango, una forma de vida?

Sigo corrigiendo faltas de ortografía sin parar. Levanto una piedra y aparecen, paseo por mi pueblo y me sorprenden tras las esquinas, me buscan, y cuando me encuentran, abro mis ojos sonriendo. Convivo con ellas. Me dan de comer.  Acabo de ver una mientras voy a bailar tango: “Ay naranjas para zumo”.
El tango lo veo difícil. Creo que no tengo futuro en este campo. Aun así, yo sigo yendo a clase. Me divierto y me ayuda a concentrarme. Me gustan mucho los profesores –una pareja–, ella es excepcional, le hace sombra a él; por eso es casi invisible, aunque la complementa. Tal vez siga empeñada por ellos.  No tengo que hablar, ni corregir faltas de ortografía ni ser más agradable de la cuenta ni decir lo que pienso ni qué siento, sólo escuchar las indicaciones que me dan con el cuerpo, dejarme guiar, aunque es difícil entender y obedecer sin palabras. Es como la meditación, pero más complicado porque debes meditar acompañada y al unísono, o como aprender inglés. En algún momento encajará lo que asimilas. Ya fui a una milonga, que es un baile organizado para "bailar tangos". Nadie habla, todo el mundo está ensimismado y muchos hombres entregados a esta misión. Ellos son los que conducen.
“Es una forma de vida”, dicen las muy apasionadas.
Yo, será que estoy despojada de partes emocionales relativas a formas de vida. Las pierdo todas. Todavía ando buscando una y sé que no va a ser el tango.
                Autora invitada: Julia.


Opinamos, opinamos, opinamos.

Las consideraciones engañosas no duran, los que simulan ser buenos no disimularán mucho más, juzgamos lo que no sabemos, opinamos sobre lo que desconocemos y no sólo entre amigos, sino que somos capaces de imponernos sin documentarnos sobre acuerdos y desacuerdos y dictaminamos, numeramos proporciones y desproporciones pero nada descubrimos, sobre afectos y desafectos los de otros–, de nada estamos seguros y opinamos, opinamos, opinamos denunciamos nuestras limitaciones nosotros mismos y seguimos hablando…, y luego está el cerebro de los tramposos creadores…
Me gusta escuchar a las personas moderadas y que su opinión sea firme y decidida producto de sus acciones, de la reflexión y del conocimiento, y permanecer alejada de los excesos, de los presagios, de los que inmolan víctimas para enardecer a los incautos o por merecer algún favor a corto o a largo plazo, o de los que se creen poseedores de la verdad absoluta, o para oírse, simplemente.
Sentenciar con rectitud concierne a la magnanimidad. La echo de menos. 
¿Por qué un vicio origina pasiones más poderosas que una virtud? 
Autora invitada: Julia

sábado, 12 de octubre de 2013

¿La justicia?

Ahora observo...

Cuando no hay transparencia, la bajeza asoma por todos lados su feo rostro. No puedo considerar  PAZ  donde no se oiga a  verdaderas audiencias, donde los togados parezcan sordos y la ley una trampa con la que el fuerte humilla al débil, incluso hasta en estos tiempos en los que el soberbio abuso sale airoso de momento.  Ahora observo espantada cómo a los que yo creía vigilantes de la justicia se encargan de torcer el progreso con sus inteligencias tumorales.
Autora invitada: Julia

viernes, 11 de octubre de 2013

Un regalo para los sentidos

Las Canteras. Atardeciendo.

Autora invitada: Julia
        No elijo separarme del aire para no tener la necesidad de respirar.

miércoles, 2 de octubre de 2013

Mundos diferentes. (Capítulo 1)

Después de recorrer durante ochenta y nueve años los bosques, jardines, desiertos, playas, montañas y demás parajes de la vida, “ña” Asunción decidió, junto a su compañero infatigable al que llamaba Dios, visitar otro mundo, y para eso, según la madre de Alejandrita, tenía que dormirse profundamente y no hablar con nadie hasta su definitiva despedida. Le resultaba un viaje muy peculiar: no había maletas ni aeropuertos, muelles o autopistas. Se partía desde casa y era la primera vez que toda la familia se reunía para un adiós. Ya le habían explicado que no era un “hasta pronto”.
¿Cómo vivía Alejandrita aquel viaje? Fue la confesión el descubrimiento más grande a la que se enfrentaba en sus 12 años de existencia. El enigma más surrealista.
Los familiares y los invitados eran recibidos en el soportal del patio interior de la primera planta de la casa. Un camarero de camisa blanca y pajarita negra les ofrecía un buchito de café. La primera pregunta era ¿por qué todos los familiares habían elegido el color negro en sus vestimentas?, ¿qué significaba el botón negro en las chaquetas del médico, del farmacéutico, del Sr. Francisco, del de la tienda y demás allegados? ¡El color negro, qué impresión! Y no sólo esto los identificaba, los asemejaba: sus caras, sus rictus cariacontecidos, pesarosos.
Todas las despedidas que formaban parte de su experiencia no eran únicamente tristes. Las había vivido alegres, indiferentes y tristes, incluso en algunas, se habían dado las tres emociones, pero en esta, todos se presentaban con la misma turbación: tristeza. La gran mayoría aceptaba el agasajo del cafecito y tras un velado encuentro con los que se tropezaban, subían las escaleras hacia el silencioso bullicio del segundo piso. Otro de los descubrimientos fue la fórmula de la despedida. Nueva. El pésame. El más sentido pésame. Nunca lo había escuchado. Se estaba desconcertando con el vocabulario que empezaba múltiples conversaciones: luto, velatorio, esquela, duelo, funeral… ¿Qué viaje más raro? Pero todo empezó a tomar sentido o, al menos, a normalizarse. Otro de los camareros, armado de una bandeja, iba suministrando principalmente a los hombres bebidas espiritosas. Pronto la gran masa se dividió, según género en principio, condición en segundo lugar y, por último, intención.
Al final de la casa, donde el largo pasillo alfombrado de moqueta roja tenía un adiós, se acumularon las mujeres arrulladas por el continuamente eterno rumor de los rosarios. Al otro lado de la vivienda, los hombres recogidos en un comedor tras una cortina poco tupida, se acomodaron en la mesa para, acompañados por Heraclio Forerma, jugar a un subastao. Eso sí, al contrario de otras partidas que recordaba, en esta no había gritos ni risas ni discusiones jocosas sobre lances de la partida, sólo de vez en cuando se escapaba un toc sordo pero contundente debido al  golpeo de los nudillos contra la mesa cuando querían dar contundencia a una buena baza. El resto de los hombres y alguna que otra mujer se repartían en pequeños grupos por toda la casa en charlas que parecían de lo más interesantes a la par que secretas por cómo sus bocas hablaban con los oídos y cómo los oídos se acercaban a las bocas y los ojos perdidos en un punto en un estado de extrema concentración.
Mi curiosidad no tenía límites, así que decidí espiar todos los subconjuntos del gran conjunto. Primero encaminé mi traje dominical y zapatos de charol negro hacia la habitación de la despedida. Este sería el primer mundo.


Primer mundo: la habitación de la despedida. (Capítulo 2)

A medida que me acercaba, la oscuridad se volvía más y más tenue. Oscuridad justa, iluminada por cirios y velas, más cirios y más velas, pequeños recipientes de cristal con aceite y una mecha, y más velas para acompañar a más o menos 37 mujeres que parecían estar bajo la batuta de un director de orquesta en la figura de D. Dionisio, el cura, por la manera de rezar el rosario. 37 mujeres y una voz. Les aseguro que sólo parecía oírse una voz, un solo tono, un solo timbre y a un mismo volumen. Caras serias, tristes, llorosas, concentradas otras, resignadas algunas.
A las nuevas incorporaciones se las recibía con leves movimientos de cabeza que traducidos en palabras bien podría ser: “qué se le va a hacer”. Incorporaciones a un grupo compacto pues no parecía que sufriera de abandonos o retiradas. Muy asentado aquel grupo, pero muy aburrido. Su solemnidad fue lo más llamativo. Y lo verdaderamente enigmático era lo que había en aquella caja que rodeaban a media luz personajes insólitos, salidos de las obras de Galdós, señoras con caras de mujer-camafeo, otras redonditas como mazapanes, las había con rostros larguiruchos haciendo juego con largos pendientes de azabache, todas atentas hacia la que pronunciaba ahora la letanía, frases piadosas –Madre purísima, Madre castísima, Madre virginal, Espejo de justicia, Trono de sabiduría…– que rogaban y volvían a rogar a Dios “ruega por nosotros”, incomprendidas  pero sugerentes para mí, suplicantes, un susurro lúgubre y mortuorio. Visita rápida. Este mundo no me atraía. Corrí, primero con sigilo y luego dejando oír mis suelas contra el suelo entarimado hacia la otra punta, el comedor del subastao. Descorrí las cortinas, asomándome entre ellas. Se hizo una pausa y recibí todas las miradas, lo que supuso un grupal suspenso de la partida. Fueron unas miradas que todas se preguntaban lo mismo ¿quién es? Y en la que se notaba un inmediato cambio de ceño.
-¡Alejandrita!
Los ojos masculinos volvieron al subastao. Algunos de los que acompañaban de pie a los jugadores me dedicaron carantoñas, besos, saludos y demás gestos adultos, alabando atributos que yo no reconocía en mí. En un impasse de la partida todos me agasajaron con su atención y dulcemente me invitaron a que abandonara la sala para que me entretuviera con los de mi género, condición e intención. Me hice la remolona, pero un beso y un azote cariñoso en el culo que me empujaba hacia la salida me obligaron a colocarme nuevamente tras las cortinas.
¡Ay canario!, cojones, si arrastras de sota, le levantamos las 20 en oros. No llegan a 70 puntos, joder
Seguí picando las copas buscando la malilla.
¿La malilla? La malilla es tu mujer, canario, y a esa sí que no la buscas.
Sus risas eran cómplices, secretas, de misa, con sonido de indebidas.