jueves, 22 de agosto de 2013

Ley de vida


Hincó sus rodillas en el suelo y tras varios centenares de metros recorridos, la sangre penitente de su promesa le parecía como el agua del Leteo. Lo verdaderamente dramático es que mientras su piel se desgarraba contra el asfalto y sus huesos (los de las rodillas) se limaban, el dolor físico que le servía de consuelo por un asunto de fe iba a convertirse en caricias cuando en la tercera estación, su hija moría víctima de un cáncer. No de un cáncer cualquiera, sino de su cáncer, del cáncer de su hija. Había adoptado a la enfermedad de su niña como si de un hijo se tratara para ver si con cariño la convencía para que descansara en las entrañas de otro infierno.
No lo supo hasta el final del Vía Crucis, cuando, en la calle Clavel, se encontró a su hijo mayor, Rosendo, con la mirada tirada por el suelo y la barbilla clavada en su pecho. Los ojos, rodeados de personas y de bullicios religiosamente respetuosos, se volvieron dolorosamente melancólicos. Ni una sola palabra. Ni una sola. Caminaron solos. La noche hizo que ni sus sombras les acompañaran. Rosendo trató de aparentar más entereza, pero a Juan le fallaban las piernas, le temblaba el mundo. Llegó, besó y se dejo besar, se sentó desplomado, sin ideas, absorto en un desgarro que le debilitaba por segundos. Los párpados a media asta, los labios separados a distancia de boquiabierta, y sin hombros. Sencillamente, tenía miedo, mucho miedo.
Cada frase de condolencia, cada sentencia lapidaria del tipo: “ya está en brazos de Dios, Juan”; “ahora descansa, la pobre”,  y otras de la misma categoría sólo conseguían hundirlo más y más en el sofá del salón, donde tantas horas pasó y pasó acompañada de sus terribles dolores, que ni la morfina mitigaron, el cáncer con su hija. Oyó algo que, por un instante despertó instintos en Juan, concretamente, “…es ley de vida”.
-¿Ley de vida?, ¿ley de vida? –retumbó en su cabeza-
            El caso es que los y las que lo observaban notaron cómo Juan fruncía el ceño.
Se levantó y comenzó a saludar y repartir muestras de cariño comportándose como un anfitrión  más que como un padre desconsolado. Asentía con la cabeza y la ladeaba lentamente al compás de un entierro. Ya nadie se fijaba en las heridas de sus rodillas. Comenzó a preocupar más lo que no se veía, que lo evidente. Había un auténtico demonio en el ambiente y convivía con el duelo sibilinamente.
Cuatro años después y cuando el devenir particular de casi todos los implicados retomaba la normalidad, Juan adoptó la postura del activo inconsolable. Inició un juicio particular y estaba empeñado en aplicar justicia a la Vida. Quería realizar ciertos cambios en esa “Ley de Vida”. Desde luego era juez y parte.
Se inyectó cáncer y luchó para vencerlo. Primero de colon, luego de páncreas, de pulmón. Y logró aprobar una nueva Ley de Vida.
El cáncer acabó con la existencia de su hija y al mismo tiempo había ejecutado su alma y enfermado su conciencia inoculando preguntas existenciales que azoraban sus días y sus noches, sus tardes y amaneceres. La muerte cambió la vida. Y que así sea.
Sentimiento de venganza. Perdió todo, pelo, kilos y hasta dientes, pero el hambre y la sed de venganza aumentaron con la fuerza que aumentaba el cáncer.