Los domingos, para jugar
Naná era la mucama, la plañidera
y la escopeta en los guateques juveniles a encargo de ciertas familias con
hijas casaderas. Adicta al rape que la hacía estornudar de una forma muy
graciosa. De su mandil blanco, que adornaba su eterno traje negro, en el único
bolsillo central aparecía, como escondida, su cajita plateada siempre con ese polvito
amarillento que inhalaba como con un
suspiro p´adentro.
Ella se encargaba de cuidar, en
nuestros encuentros dominicales detrás de la casa de Maestro Andrés, al hijo
del médico que visitaba el pueblo por algunas fiestas. Principalmente estaba
allí para que no nos metiéramos en las plataneras, donde algunas parejitas
tenían su nido de amor, y para requisarnos las “tiraderas”, que más de una
cabeza habían descalabrado. Incluso José el chico se quedó ciego de un ojo por
una pedrada, y está claro que nadie fue. Lo que nos llamaba la atención del
niño eran sus calcetines blancos hasta los tobillos
Jugábamos a piola. Ya saben: a la 1 la muía, a las 2 el reloj, a las 3
Periquillo, Juan y Andrés, a las 4 (no me acuerdo), a las 5 Cho Jacinto los
puños que te jinco…a las 11 llama el Conde. No habíamos llegado al 13 cuando
Andresito salió de detrás del muro, corriendo, tropezando, parecía el rabo de
una lagartija acabadito de cortar. Hasta que encontró la línea recta y como un
cohete.