domingo, 25 de agosto de 2013

El sarandajo (Capítulo 5)

Los domingos, para jugar
Naná era la mucama, la plañidera y la escopeta en los guateques juveniles a encargo de ciertas familias con hijas casaderas. Adicta al rape que la hacía estornudar de una forma muy graciosa. De su mandil blanco, que adornaba su eterno traje negro, en el único bolsillo central aparecía, como escondida,  su cajita plateada siempre con ese polvito amarillento que inhalaba como con un  suspiro p´adentro.
Ella se encargaba de cuidar, en nuestros encuentros dominicales detrás de la casa de Maestro Andrés, al hijo del médico que visitaba el pueblo por algunas fiestas. Principalmente estaba allí para que no nos metiéramos en las plataneras, donde algunas parejitas tenían su nido de amor, y para requisarnos las “tiraderas”, que más de una cabeza habían descalabrado. Incluso José el chico se quedó ciego de un ojo por una pedrada, y está claro que nadie fue. Lo que nos llamaba la atención del niño eran sus calcetines blancos hasta los tobillos

Jugábamos a piola. Ya saben: a la 1 la muía, a las 2 el reloj, a las 3 Periquillo, Juan y Andrés, a las 4 (no me acuerdo), a las 5 Cho Jacinto los puños que te jinco…a las 11 llama el Conde. No habíamos llegado al 13 cuando Andresito salió de detrás del muro, corriendo, tropezando, parecía el rabo de una lagartija acabadito de cortar. Hasta que encontró la línea recta y como un cohete.