domingo, 25 de agosto de 2013

El sarandajo (capítulo 2)

Tardes de sol
Juanito era la sombra de su padre, aunque le gustaba oír también otros ruidos. A veces se cansaba de que las tardes fueran igual a otras tardes y que confesarse fuera el mejor entretenimiento cuando acompañaba a su madre a la iglesia. Descargaba su conciencia, recibía su dosis de avemarías y con la misma intranquilidad se iba a su casa a seguir peleando con sus hermanos, decir algunas palabrotas de hombres, oídas en el taller de su padre,  y a continuar asaltando la despensa. Esos eran sus pecados.
“El compás de la mecedora de mi abuela era: ñic…….ñac,………….ñic………….ñac,………….ñic…….ñac. Que en comparación con el mío, cuando disfrutaba de aquel asiento conmovedor y que siempre guardaba el calor peculiar de su cuerpo, era: ñicñacñicñacñicñac. Claro, los 16 años se balanceaban a otro ritmo con respecto a los 76, ya otoños de mi adorable yaya”.
Corriendo por las calles empedradas, que requería la habilidad que los jóvenes del siglo XXI han perdido, hacía los mandados a la tienda o a casa de familiares y amigos. Como el viento, le seguía la tela de su camisa, ni la sombra tenía tiempo de aparecer. De repente se topaba con un telón de paño negro, y mientras subía el cuello, negro seguía el paisaje, y los botones negros también. Hasta llegar a una pequeña franja blanca, el alzacuellos. Don Secundino, el Párroco, acompañado de Pedro que sonreía con su casulla blanca. Pedro era monaguillo y seminarista. Al ser el segundo de la casa, y varón, entró en el Seminario. La vocación ya aparecería por necesidad. Era tradición.
-      ¿Adónde vas, sarandajo?
-      Perdone padre. No lo vi, yo…
-      Ya me imagino, ya. Pero es que parece que te persigue el diablo.
-      Voy a “Ca el Inglés”. Necesito avisar a mi padre. Encontraron a Maestro Andrés tumbado. Parece muerto.

Las tardes del verano se hacían largas y Juanito saltaba los muros de las azoteas que estaban a distintas alturas, eran sus dominios,  se alongaba por algunos postigos que se abrían a ciertas habitaciones de la casa,  y escuchaba las conversaciones entre las mujeres que se reunían con su abuela, sus tías abuelas, su madre, más tías, más vecinas, luego con pocas ganas limpiaba a los animales, soltaba a las gallinas después de darles de comer en el gallinero para molestarlas, espantaba a las palomas y  ponía agua a los correlones,  jugaba con el cabrito que también convivía en aquel soleado lugar; todos cabían en aquella mágica azotea y entraba silenciosamente en el cuartito que su abuela cuidaba con desvelo, allí hacía el queso; sus ojos repasaban con velocidad vertiginosa la cuidada disposición de cada objeto en su repisa: los paños limpios blanqueados al sol, apilados los ceretos por tamaños,  las queseras inmaculadas…, olía cerrando los ojos para quedarse con la esencia y cerraba la puerta sin ruido.