Tardes de sol
Juanito era la sombra de su padre,
aunque le gustaba oír también otros ruidos. A veces se cansaba de que las
tardes fueran igual a otras tardes y que confesarse fuera el mejor entretenimiento
cuando acompañaba a su madre a la iglesia. Descargaba su conciencia, recibía su
dosis de avemarías y con la misma intranquilidad se iba a su casa a seguir
peleando con sus hermanos, decir algunas palabrotas de hombres, oídas en el
taller de su padre, y a continuar
asaltando la despensa. Esos eran sus pecados.
“El compás de la mecedora de mi
abuela era: ñic…….ñac,………….ñic………….ñac,………….ñic…….ñac. Que en comparación con
el mío, cuando disfrutaba de aquel asiento conmovedor y que siempre guardaba el
calor peculiar de su cuerpo, era: ñicñacñicñacñicñac. Claro, los 16 años se
balanceaban a otro ritmo con respecto a los 76, ya otoños de mi adorable yaya”.
Corriendo por las calles
empedradas, que requería la habilidad que los jóvenes del siglo XXI han
perdido, hacía los mandados a la tienda o a casa de familiares y amigos. Como
el viento, le seguía la tela de su camisa, ni la sombra tenía tiempo de
aparecer. De repente se topaba con un telón de paño negro, y mientras subía el
cuello, negro seguía el paisaje, y los botones negros también. Hasta llegar a
una pequeña franja blanca, el alzacuellos. Don Secundino, el Párroco,
acompañado de Pedro que sonreía con su casulla blanca. Pedro era monaguillo y
seminarista. Al ser el segundo de la casa, y varón, entró en el Seminario. La
vocación ya aparecería por necesidad. Era tradición.
- –¿Adónde vas, sarandajo?
- –Perdone padre. No lo vi, yo…
- –Ya me imagino, ya. Pero es que parece
que te persigue el diablo.
- –Voy a “Ca el Inglés”. Necesito avisar a
mi padre. Encontraron a Maestro Andrés tumbado. Parece muerto.
Las tardes del verano se hacían
largas y Juanito saltaba los muros de las azoteas que estaban a distintas
alturas, eran sus dominios, se alongaba
por algunos postigos que se abrían a ciertas habitaciones de la casa, y escuchaba las conversaciones entre las
mujeres que se reunían con su abuela, sus tías abuelas, su madre, más tías, más
vecinas, luego con pocas ganas limpiaba a los animales, soltaba a las gallinas
después de darles de comer en el gallinero para molestarlas, espantaba a las
palomas y ponía agua a los
correlones, jugaba con el cabrito que
también convivía en aquel soleado lugar; todos cabían en aquella mágica azotea y
entraba silenciosamente en el cuartito que su abuela cuidaba con desvelo, allí
hacía el queso; sus ojos repasaban con velocidad vertiginosa la cuidada
disposición de cada objeto en su repisa: los paños limpios blanqueados al sol, apilados
los ceretos por tamaños, las queseras
inmaculadas…, olía cerrando los ojos para quedarse con la esencia y cerraba la
puerta sin ruido.