jueves, 22 de agosto de 2013

El abuelo impávido

Ayer acudí a una representación de marionetas. Hacía tiempo que no asistía a un espectáculo de este género. Para ser exactos, desde la infancia.
Primero salió un diablo y me quedé prendado de su poder. De cómo sometía a los presentes y los subyugaba con su manejo del miedo ajeno, de su capacidad para comprar almas a bajo precio despreciando las debilidades humanas…. Y quise ser diablillo.
Luego apareció un apuesto príncipe y me conquistó su guapura de cánones griegos. Despertó mi envidia. ¡Cuánta galanura y prestancia! ¡Cuánto valor en su espada de papel! Yo quise ser como él.
Un lobo negro, astuto, enigmático y con el atractivo del salvaje descendía por una montaña de cartón. Despertó también mi deseo de ser como él. Ser un lobo y tener sus cualidades.
La voz en off descubría el pensamiento del lobo: “Ojalá yo tuviera la habilidad de conquistar con mis palabras, de conquistar mis deseos a cuenta de mi argumentación verbal. Sería magnífico ser locuaz”. Yo quiero ser locuaz sobre todo al oír…
El príncipe se dirigía a la princesa y le decía:
–Si  en ocasiones apenas puedo aliviar tu dolor, ¿por qué me aflige el hecho de no ser Dios para regalarte la eternidad? Hoy sólo puedo consolarme con que hayas sido agraciada con la condición de la vida. Y, sólo haber estado entre tus brazos y ver reflejada mi imagen en tus ojos, sólo por eso, ya me puedo reír de la muerte.
Y cogiendo la mano de la princesa le regaló un pequeño poema:
Sin un querer no se vive,
por un querer sí se muere.
No me mates en vida,
que sin ti, mi vida es mi muerte.
Por último,  la princesita desprendía una belleza que enamoraba a los invidentes. Dulce, tierna… Desataba todas las apetencias y derretía al hombre más gélido. ¡Ay si yo fuera esa princesa!
Pero maquiavélicamente pensé que lo mejor sería ser la MANO. La mano que movía las marionetas. Supondría el control supremo, el dominio absoluto.
Un abuelo que se mantuvo impávido a mi lado durante toda la representación y que tuvo que leer mis pensamientos,  quizá guiado por la expresión de mis ojos, me dijo con un tono entre conciliador y apenado:
–Hijo mío, ¿por qué no quieres ser tu mano, y el brazo que la une a tu hombro? ¿Por qué no quieres ser el tronco que te une a tus piernas y a los pies que te sostienen?  ¿Por qué no quieres ser tu cabeza? ¿Por qué no quieres que sea tu alma la que mueva tu cuerpo? ¿Por qué ese TÚ no quiere ser ese YO?