Ayer acudí a una
representación de marionetas. Hacía tiempo que no asistía a un espectáculo de
este género. Para ser exactos, desde la infancia.
Primero salió un
diablo y me quedé prendado de su poder. De cómo sometía a los presentes y los
subyugaba con su manejo del miedo ajeno, de su capacidad para comprar almas a
bajo precio despreciando las debilidades humanas…. Y quise ser diablillo.
Luego apareció
un apuesto príncipe y me conquistó su guapura de cánones griegos. Despertó mi
envidia. ¡Cuánta galanura y prestancia! ¡Cuánto valor en su espada de papel! Yo
quise ser como él.
Un lobo negro,
astuto, enigmático y con el atractivo del salvaje descendía por una montaña de
cartón. Despertó también mi deseo de ser como él. Ser un lobo y tener sus
cualidades.
La voz en off descubría
el pensamiento del lobo: “Ojalá yo tuviera la habilidad de conquistar con mis
palabras, de conquistar mis deseos a cuenta de mi argumentación verbal. Sería
magnífico ser locuaz”. Yo quiero ser locuaz sobre todo al oír…
El príncipe se dirigía
a la princesa y le decía:
–Si en ocasiones apenas puedo aliviar tu dolor,
¿por qué me aflige el hecho de no ser Dios para regalarte la eternidad? Hoy
sólo puedo consolarme con que hayas sido agraciada con la condición de la vida.
Y, sólo haber estado entre tus brazos y ver reflejada mi imagen en tus ojos,
sólo por eso, ya me puedo reír de la muerte.
Y cogiendo la
mano de la princesa le regaló un pequeño poema:
Sin un querer no
se vive,
por un querer sí
se muere.
No me mates en
vida,
que sin ti, mi vida
es mi muerte.
Por último, la princesita desprendía una belleza que
enamoraba a los invidentes. Dulce, tierna… Desataba todas las apetencias y derretía
al hombre más gélido. ¡Ay si yo fuera esa princesa!
Pero
maquiavélicamente pensé que lo mejor sería ser la MANO. La mano que movía las
marionetas. Supondría el control supremo, el dominio absoluto.
Un abuelo que se
mantuvo impávido a mi lado durante toda la representación y que tuvo que leer
mis pensamientos, quizá guiado por la
expresión de mis ojos, me dijo con un tono entre conciliador y apenado:
–Hijo mío, ¿por qué no quieres ser tu
mano, y el brazo que la une a tu hombro? ¿Por qué no quieres ser el tronco que
te une a tus piernas y a los pies que te sostienen? ¿Por qué no quieres ser tu cabeza? ¿Por qué
no quieres que sea tu alma la que mueva tu cuerpo? ¿Por qué ese TÚ no quiere
ser ese YO?