domingo, 25 de agosto de 2013

El sarandajo (Capítulo 1)



Capítulo 1.- Aprender a escuchar la piedra
Esto es verdad.
En aquel tiempo era fácil distinguirlos, aunque cada uno tuviera su estilo. Estaba el altanero, el sagaz, el falso humilde…En fin, eran todos el mismo perro con diferente collar: Los prestamistas, los usureros. Mi familia, como tantas otras, cayó en sus garras.
Deambulaban por los barrios menos agraciados económicamente en busca de víctimas.
¿Cómo van las cosas por casa, amigo ?
“Pos”, cómo van a ir, Don. Con la proa pal marisco. Hambre, hambre, pasamos la justa. Pero, qué le voy a contar.
No, hombre. Cuente, cuente…Que para eso estamos.
Les contaré, pero ahora…
Me es imposible recordar a mi abuela sin que aparezca la imagen de una mujer chaparrita y orondita en la parte superior de la escalera, zapatilla en mano y gritando la frase: “Sube, sube que como te pille te rompo los besos”. No había enfado en sus palabras. Es más, con el paso del tiempo, creo que si hubiera subido los 16 escalones que separaban la maceta rota de la zapatilla de guata, mis besos hubieran quedado intactos. Un buen coscorrón y un pequeño jalón de los pelillos de la incipiente patilla hubieran sido el castigo. Las amenazas de una abuela para con los nietos nunca tienen ese efecto amilanador.
Arucas, por aquel tiempo olía a tierra, a plataneras, piedra y toques de salitre. Un aroma típico, intenso y agradable. Porque Arucas huele. Como el aliento de mi abuela, que el escaldón y el queso tierno junto con el calor de su mecedora hacían inconfundible. A mí, Arucas, me huele a eso.
Mi abuelo, sin en cambio –como decían los que querían aparentar dotes de oratoria-, era un hombre pequeño, pero con un poder tremendo. Eso le describía. Trabajaba la piedra. La labraba, según él, “sólo el carpintero talla, talla la madera. El cantero labra la piedra, como el arado la tierra. Es tradición en este pueblo”.
Tan orgulloso se sentía de su profesión que decía: De hecho vamos a construir una gran casa para San Juan. Llegará a ser Catedral. Y si no, al tiempo.
Hoy es la Iglesia de San Juan Bautista, pero todo el mundo la conoce como la Catedral de Arucas. El siglo XIX la vio nacer.  San Juan tiene su casa construida de cantería. Enorme, esbelta, orgullosa y religiosa. La casa de todos, según dicen.
A Juan le gustaba labrar la piedra de noche. Decía que dormía, la piedra, y esto la hacía menos piedra. Martillo y cincel, cincel y martillo.
-  -No los tires, Juanito. Son nuestro pan y nuestro gofio.

Juan pensaba que la luna lo miraba, y él miraba a la luna. Tic, tac, tic, tic, tac. A base de cincel y martillo. Martillo y cincel. Manos callosas y brazo fuerte, firme y con temple, mucho temple. La piedra es dura, pero delicada, tan dura como delicada. No lo olvides Juanito: “La piedra no es sólo dura, también es delicada, muy delicada”. Juan amaba sus herramientas. Eran su legado, la única herencia que podía dejar a su hijo. Le preocupaba que a pesar de enseñarle el oficio, Juanito no heredase el amor por la piedra. La principal herramienta de este oficio, la protagonista, la que va a decir si has hecho un buen o mal trabajo es ella: La Piedra. Tienes que aprender a escucharla. Si el cincel le da un tac cuando debe ser un tic, es que la piedra se queja, es que le has hecho daño.

El sarandajo (capítulo 2)

Tardes de sol
Juanito era la sombra de su padre, aunque le gustaba oír también otros ruidos. A veces se cansaba de que las tardes fueran igual a otras tardes y que confesarse fuera el mejor entretenimiento cuando acompañaba a su madre a la iglesia. Descargaba su conciencia, recibía su dosis de avemarías y con la misma intranquilidad se iba a su casa a seguir peleando con sus hermanos, decir algunas palabrotas de hombres, oídas en el taller de su padre,  y a continuar asaltando la despensa. Esos eran sus pecados.
“El compás de la mecedora de mi abuela era: ñic…….ñac,………….ñic………….ñac,………….ñic…….ñac. Que en comparación con el mío, cuando disfrutaba de aquel asiento conmovedor y que siempre guardaba el calor peculiar de su cuerpo, era: ñicñacñicñacñicñac. Claro, los 16 años se balanceaban a otro ritmo con respecto a los 76, ya otoños de mi adorable yaya”.
Corriendo por las calles empedradas, que requería la habilidad que los jóvenes del siglo XXI han perdido, hacía los mandados a la tienda o a casa de familiares y amigos. Como el viento, le seguía la tela de su camisa, ni la sombra tenía tiempo de aparecer. De repente se topaba con un telón de paño negro, y mientras subía el cuello, negro seguía el paisaje, y los botones negros también. Hasta llegar a una pequeña franja blanca, el alzacuellos. Don Secundino, el Párroco, acompañado de Pedro que sonreía con su casulla blanca. Pedro era monaguillo y seminarista. Al ser el segundo de la casa, y varón, entró en el Seminario. La vocación ya aparecería por necesidad. Era tradición.
-      ¿Adónde vas, sarandajo?
-      Perdone padre. No lo vi, yo…
-      Ya me imagino, ya. Pero es que parece que te persigue el diablo.
-      Voy a “Ca el Inglés”. Necesito avisar a mi padre. Encontraron a Maestro Andrés tumbado. Parece muerto.

Las tardes del verano se hacían largas y Juanito saltaba los muros de las azoteas que estaban a distintas alturas, eran sus dominios,  se alongaba por algunos postigos que se abrían a ciertas habitaciones de la casa,  y escuchaba las conversaciones entre las mujeres que se reunían con su abuela, sus tías abuelas, su madre, más tías, más vecinas, luego con pocas ganas limpiaba a los animales, soltaba a las gallinas después de darles de comer en el gallinero para molestarlas, espantaba a las palomas y  ponía agua a los correlones,  jugaba con el cabrito que también convivía en aquel soleado lugar; todos cabían en aquella mágica azotea y entraba silenciosamente en el cuartito que su abuela cuidaba con desvelo, allí hacía el queso; sus ojos repasaban con velocidad vertiginosa la cuidada disposición de cada objeto en su repisa: los paños limpios blanqueados al sol, apilados los ceretos por tamaños,  las queseras inmaculadas…, olía cerrando los ojos para quedarse con la esencia y cerraba la puerta sin ruido. 

El sarandajo (Capítulo 3)

Mundos desconocidos y pasiones extrañas
Ramón Santana había llevado, por encargo de su hermano,  el padre de su sobrino Juanito, un escalón finamente terminado, tres piezas de cantería que encajaban a la perfección debajo de una arcada sostenida por dos columnas sobre cuya obra descansaba una cruz, estaba  situado en el zaguán de una gran casa de Vegueta; el zócalo ya estaba puesto.
Juanito encontraba un enorme placer al escuchar las aventuras, verdaderas o falsas de su tío Ramón;  caía embelesado entre sus palabras, y una sonrisa cómplice le asomaba cuando en silencio miraba a su tío con adoración.
Las mulas habían llevado la carga y bajaban por los riscos –contaba Ramón–, derrapando unas veces y a buen paso otras. Desde la madrugada iniciaban el camino y  el recorrido era largo  para llegar a Las Palmas. Ramón no iba solo. Una caravana iniciaba el cortejo. El trasiego de mercancías se hacía necesario. Él iba  a lo que iba, los demás al muelle de San Telmo, donde tenía lugar el trueque de pájaros, frutas, verduras, pañitos curiosamente bordados, loza de barro cocido, mantelitos calados…, por otros productos como jareas, dátiles, higos, harina, sal, especias, granos, conservas, tabaco y penicilina,  tan necesarios para aquellos difíciles tiempos.
Una vez que Ramón cumplía el encargo y las mulas ligeras de cargas,  y a pesar de recordar las palabras de su madre:”Ramón, tú mira bien lo que haces, ¿no estarás atravesando el istmo y yendo al Teatro de Los Millares? , ¡mira que no es la primera vez que te metes en pleitos y ya en una ocasión te enamorisquiaste de aquella cantante peninsular que te trajo más disgustos que alegrías!”.

 Ramón vivía con placer cada viaje a Las Palmas, imaginando primero el momento, luego lo disfrutaba  y luego, luego lo iba a vivir intensamente con su recuerdo: las mulas atravesaban el istmo y salpicaban espuma salada, el olor a mar le invadía el alma y…, otras caras, otras gentes, otros olores, otras historias y  otras pasiones. Sentado en el teatro de Los hermanos Millares en el Puerto, fumándose un puro, envuelto en su humo y en el de los demás, gozaba como nunca, ¡le daba igual una película que un  cuadro de música española con guitarristas en vivo! 

El sarandajo (Capítulo 4)

En tono de misterio


Aquella letanía, aquel coro de voces en tono duérmete, también tenía olor. Un olor vespertino, nunca matinal. Siempre denso, con aliento serio y solemne. Quiero decir que el olor de la mañana es más desenfadado. El Rosario me gustaba. Me pasaba la hora y veinte minutos que duraba observando a las seis mujeres que hablaban de misterios, en tono de misterio, en ambiente de misterio. Comencé a ser asiduo al rezo del Rosario a los 6 años, cuando ya estuve preparado para respetar con mi silencio un acto de tal magnitud, y sólo seis años después pude disfrutar del mayor placer de este repertorio en la vida social de mi pueblo. Con más años me dormía con una placidez que no he logrado volver a experimentar. Mi sueño era respetuoso. Como debe ser.

El sarandajo (Capítulo 5)

Los domingos, para jugar
Naná era la mucama, la plañidera y la escopeta en los guateques juveniles a encargo de ciertas familias con hijas casaderas. Adicta al rape que la hacía estornudar de una forma muy graciosa. De su mandil blanco, que adornaba su eterno traje negro, en el único bolsillo central aparecía, como escondida,  su cajita plateada siempre con ese polvito amarillento que inhalaba como con un  suspiro p´adentro.
Ella se encargaba de cuidar, en nuestros encuentros dominicales detrás de la casa de Maestro Andrés, al hijo del médico que visitaba el pueblo por algunas fiestas. Principalmente estaba allí para que no nos metiéramos en las plataneras, donde algunas parejitas tenían su nido de amor, y para requisarnos las “tiraderas”, que más de una cabeza habían descalabrado. Incluso José el chico se quedó ciego de un ojo por una pedrada, y está claro que nadie fue. Lo que nos llamaba la atención del niño eran sus calcetines blancos hasta los tobillos

Jugábamos a piola. Ya saben: a la 1 la muía, a las 2 el reloj, a las 3 Periquillo, Juan y Andrés, a las 4 (no me acuerdo), a las 5 Cho Jacinto los puños que te jinco…a las 11 llama el Conde. No habíamos llegado al 13 cuando Andresito salió de detrás del muro, corriendo, tropezando, parecía el rabo de una lagartija acabadito de cortar. Hasta que encontró la línea recta y como un cohete.  

El sarandajo (capítulo 6)

El saber sí ocupa lugar
Mi abuelo tenía muy mala sangre. Recuerdo que cuando llegaba de trabajar traía hasta la vista cansada. No entendía las vacaciones, le parecían un sacrilegio. Decía:
Eso es un invento de los americanos. Que son ricos. 
Él sólo descansaba para volver a trabajar con la misma fuerza del comienzo.
Para jugar con él tenía que coger una pala, o una lija, o un escobón de paja que él transformaba en juguetes.
Nos contó que en su juventud estuvo a la espera de un barco con destino a las Américas, donde todo el mundo era rico. Aquel barco llegó, pero con él, una pareja de la Guardia Civil que le devolvió a casa de sus padres (mis bisabuelos). De recuerdo le queda una buena cicatriz en la cabeza a causa de un tizonazo que le asestó mi bisabuela cuando vio alejarse por el camino los tricornios.
Yo creo que mi abuelo nunca perdió ese sueño de las Américas. De hecho, habla de los Indianos como grandes héroes de gran inteligencia, valientes, intrépidos y, por él, envidiados.
      "  La Historia siempre será del que la cuenta y no del que la hizo".
      "  Lo no esperado, siempre llega de pronto y suelen llamarse sorpresa".
      "  El saber sí ocupa lugar, lo que no ocupa lugar es la ignorancia".

Son algunos de los “dichos” de mi abuelo. Que, yo me pregunto: ¿Si siempre estaba trabajando, de donde sabía tantas cosas? Al parecer trabajaban sus manos, sus riñones y trabajaba su cabeza.

El sarandajo (capítulo 7)

Capítulo 7.- Las piedras también cantan


De vuelta con el gofio recogido en el molino, D. Gregorio pasó a saludar a mi abuelo, que aunque parecía que había perdido las palabras, se le desataba sorprendentemente la lengua con  su amigo.  Se fueron a “Ca” el Inglés” para degustar unos rones y un plato de jarea o unos chochos, o tollo o algunas de las delicias canarias para el enyesque o…Allí se encontraba, entre la concurrencia, Joaquín. Este se dedicaba a la sorriba en la Finca de los Marrero. Y como tal hombre, metido en esas labores, era fuerte en exceso, rudo por la naturaleza y bruto por el trabajo. En esos momentos se le oía decir:  
“Pá” conquistar a la mujer sólo hay un secreto: A los comienzos hay que darles buen pan y buenos palos. Y ya luego les quitas el pan.
La discusión de mi abuelo con D. Gregorio iba por otros lares:
  La piedra ni es animal, ni es persona.
 ¿Y quién carajo le discute eso, caballero?
  Pero vive. La piedra vive.
   No, no señor, la piedra existe y nada más.
Bueno, bueno. Y la piedra viva. ¿Qué coño es?
 Pues una piedra joven que no se ha formalizado.
 Carajo, igual que usted y que yo. De joven nadie se formaliza.
 No me hable de piedras que ando con ellas todo el día. He visto piedras que sólo les falta hablar. Y he visto piedras que me han hablado. Por supuesto que en un idioma que usted nunca entenderá.
 Ahora me va a decir usted que habla…
No, yo no tengo la teja rodada. Pero le demuestro que según ponga las piedras ellas le dicen: siéntese usted, por ejemplo, o…, si se sienta, allá usted. Y eso según su idioma. Me explico: Si yo pongo varias piedras formando un banco, le dicen: Siéntese usted caballero y descanse. Sin embargo, si pongo una sola y picuda en su extremo, lo que le dice es: siéntese usted si quiere y allá usted. Esta es la primera clase, venga mañana y le sigo enseñando el idioma de la cantería de Arucas.
– Una piedra viva es joven y como tal quiere vivir. Si le aplicas cincel y martillo se resiste. Te dice que esperes, que la dejes ver mundo. Es normal. Es ley de vida. Vida de piedra, animal o persona. Si usted vive gracias a ellas. A ver si se cree que nuestra isla es de plastilina. Piedra, y piedra volcánica. Forjada a fuego.
 – ¿Usted no ha oído a las piedras cantar? ¿Y a los callaos en la playa cuando le cantan al mar para que se vaya y componen el arrorró más bonito del mundo?

FINAL: Esto es verdad. Yo soy el Sarandajo.

viernes, 23 de agosto de 2013

Sólo por eso

       
          Si en ocasiones apenas puedo aliviar tu dolor, ¿por qué me aflige el hecho de no ser un Dios para regalarte la eternidad?
          Hoy sólo puedo consolarme con que hayas sido agraciada con la bendición de la vida. Y sólo por haber estado entre tus brazos y ver reflejada mi imagen en tus ojos, sólo por eso, ya me puedo reír de la muerte.(Enero 2006)

El peso de las lágrimas


Dile a tus ojos que miren mi lágrima, 
diles que no lloren.
Que ahora, ya mi llanto cristaliza...
En... pena,
                       rocío...
                                          y  piedra.

Llora, llora
Recuerda...
En las brumas del Leteo, urgente,
que fuimos uno
                Sal...
                                    Vida...
                                                               Soledad...
 

                                                                                            Y muerte

Amigo del alma


Dejaste en la tierra el cuerpo,
querido amigo del alma, 
y agarrado al viento 
luchabas contra la nada.
Querido amigo del alma, 
sin preguntas, sin respuestas 
ni despedidas agrias 
dijiste adiós en un susurro 
obligado por la muerte.

Querido amigo del alma.

En las redes  de un instante, 
en la trampa de un momento, 
diste la espalda a la vida 
obligado por la muerte.

Querido amigo del alma.







jueves, 22 de agosto de 2013

Ley de vida


Hincó sus rodillas en el suelo y tras varios centenares de metros recorridos, la sangre penitente de su promesa le parecía como el agua del Leteo. Lo verdaderamente dramático es que mientras su piel se desgarraba contra el asfalto y sus huesos (los de las rodillas) se limaban, el dolor físico que le servía de consuelo por un asunto de fe iba a convertirse en caricias cuando en la tercera estación, su hija moría víctima de un cáncer. No de un cáncer cualquiera, sino de su cáncer, del cáncer de su hija. Había adoptado a la enfermedad de su niña como si de un hijo se tratara para ver si con cariño la convencía para que descansara en las entrañas de otro infierno.
No lo supo hasta el final del Vía Crucis, cuando, en la calle Clavel, se encontró a su hijo mayor, Rosendo, con la mirada tirada por el suelo y la barbilla clavada en su pecho. Los ojos, rodeados de personas y de bullicios religiosamente respetuosos, se volvieron dolorosamente melancólicos. Ni una sola palabra. Ni una sola. Caminaron solos. La noche hizo que ni sus sombras les acompañaran. Rosendo trató de aparentar más entereza, pero a Juan le fallaban las piernas, le temblaba el mundo. Llegó, besó y se dejo besar, se sentó desplomado, sin ideas, absorto en un desgarro que le debilitaba por segundos. Los párpados a media asta, los labios separados a distancia de boquiabierta, y sin hombros. Sencillamente, tenía miedo, mucho miedo.
Cada frase de condolencia, cada sentencia lapidaria del tipo: “ya está en brazos de Dios, Juan”; “ahora descansa, la pobre”,  y otras de la misma categoría sólo conseguían hundirlo más y más en el sofá del salón, donde tantas horas pasó y pasó acompañada de sus terribles dolores, que ni la morfina mitigaron, el cáncer con su hija. Oyó algo que, por un instante despertó instintos en Juan, concretamente, “…es ley de vida”.
-¿Ley de vida?, ¿ley de vida? –retumbó en su cabeza-
            El caso es que los y las que lo observaban notaron cómo Juan fruncía el ceño.
Se levantó y comenzó a saludar y repartir muestras de cariño comportándose como un anfitrión  más que como un padre desconsolado. Asentía con la cabeza y la ladeaba lentamente al compás de un entierro. Ya nadie se fijaba en las heridas de sus rodillas. Comenzó a preocupar más lo que no se veía, que lo evidente. Había un auténtico demonio en el ambiente y convivía con el duelo sibilinamente.
Cuatro años después y cuando el devenir particular de casi todos los implicados retomaba la normalidad, Juan adoptó la postura del activo inconsolable. Inició un juicio particular y estaba empeñado en aplicar justicia a la Vida. Quería realizar ciertos cambios en esa “Ley de Vida”. Desde luego era juez y parte.
Se inyectó cáncer y luchó para vencerlo. Primero de colon, luego de páncreas, de pulmón. Y logró aprobar una nueva Ley de Vida.
El cáncer acabó con la existencia de su hija y al mismo tiempo había ejecutado su alma y enfermado su conciencia inoculando preguntas existenciales que azoraban sus días y sus noches, sus tardes y amaneceres. La muerte cambió la vida. Y que así sea.
Sentimiento de venganza. Perdió todo, pelo, kilos y hasta dientes, pero el hambre y la sed de venganza aumentaron con la fuerza que aumentaba el cáncer.


El abuelo impávido

Ayer acudí a una representación de marionetas. Hacía tiempo que no asistía a un espectáculo de este género. Para ser exactos, desde la infancia.
Primero salió un diablo y me quedé prendado de su poder. De cómo sometía a los presentes y los subyugaba con su manejo del miedo ajeno, de su capacidad para comprar almas a bajo precio despreciando las debilidades humanas…. Y quise ser diablillo.
Luego apareció un apuesto príncipe y me conquistó su guapura de cánones griegos. Despertó mi envidia. ¡Cuánta galanura y prestancia! ¡Cuánto valor en su espada de papel! Yo quise ser como él.
Un lobo negro, astuto, enigmático y con el atractivo del salvaje descendía por una montaña de cartón. Despertó también mi deseo de ser como él. Ser un lobo y tener sus cualidades.
La voz en off descubría el pensamiento del lobo: “Ojalá yo tuviera la habilidad de conquistar con mis palabras, de conquistar mis deseos a cuenta de mi argumentación verbal. Sería magnífico ser locuaz”. Yo quiero ser locuaz sobre todo al oír…
El príncipe se dirigía a la princesa y le decía:
–Si  en ocasiones apenas puedo aliviar tu dolor, ¿por qué me aflige el hecho de no ser Dios para regalarte la eternidad? Hoy sólo puedo consolarme con que hayas sido agraciada con la condición de la vida. Y, sólo haber estado entre tus brazos y ver reflejada mi imagen en tus ojos, sólo por eso, ya me puedo reír de la muerte.
Y cogiendo la mano de la princesa le regaló un pequeño poema:
Sin un querer no se vive,
por un querer sí se muere.
No me mates en vida,
que sin ti, mi vida es mi muerte.
Por último,  la princesita desprendía una belleza que enamoraba a los invidentes. Dulce, tierna… Desataba todas las apetencias y derretía al hombre más gélido. ¡Ay si yo fuera esa princesa!
Pero maquiavélicamente pensé que lo mejor sería ser la MANO. La mano que movía las marionetas. Supondría el control supremo, el dominio absoluto.
Un abuelo que se mantuvo impávido a mi lado durante toda la representación y que tuvo que leer mis pensamientos,  quizá guiado por la expresión de mis ojos, me dijo con un tono entre conciliador y apenado:
–Hijo mío, ¿por qué no quieres ser tu mano, y el brazo que la une a tu hombro? ¿Por qué no quieres ser el tronco que te une a tus piernas y a los pies que te sostienen?  ¿Por qué no quieres ser tu cabeza? ¿Por qué no quieres que sea tu alma la que mueva tu cuerpo? ¿Por qué ese TÚ no quiere ser ese YO?