Tristes,
parecen tristes. Les hablas como a los niños y ni siquiera sabes si
sienten como niños. Quizás les tengan miedo al mundo y lo que ven
les aterroriza. Mueven su cuerpo sin gestualizar, su mímica es nula.
La antikinesia, los apologistas de la hipomimia. Nos ofrecen una
enigmática compasión que se puede transformar en una melosa envidia
por no poder disfrutar, en ocasiones, de ese laberíntico mundo que
supone la más absoluta soledad. Suaves y lejanos como un perfume que
hubiera envejecido en ese pañuelo guardado en un desvencijado cajón.
Habitan en los lugares más caprichosos –o eso se me antoja- y
viven las mayores aventuras, y conocen a los dioses más exóticos.
Son el cronómetro del tiempo y encierran en su urna el verdadero
concepto del silencio. Eterno silencio. Sus ojos son el grito de la
angustia, del terror a lo desconocido. Un misticismo desbordante.
Dueños y esclavos de su destino. O es mentira y sus ojos son
escépticos, o tal vez encierran el conocimiento exacto y único del
que sabe que todo se sabe. Porque esa es la verdad universal, que
solo sabemos lo que hemos conocido. Palpan la vida como los ciegos.
viernes, 9 de diciembre de 2016
Vuelta atrás
—
Un paquete de Vencedor sin filtro y un paquete de Partagás.
En aquel tiempo se despachaba tabaco a los niños. Y corría como
una liebre calle arriba al estanco de Horacio.
—Horacio,
que dice mi abuelo que me des un paquete de Vencedor…
—…sin
filtro y otro de Partagás.
No me dejaba acabar. Ya conocía el pedido.
—Se
lo apunto.
—No,
no. Me dio el dinero.
—Venga trae.
Le daba una moneda de 25 pesetas y él siempre me daba mal las
vueltas para comprobar si estaba vivo, como él decía, o no.
—
Horacio, me tienes que dar 20 pesetas y aquí tengo 15. Falta un
duro.
—¿Seguro?
A mí, aquel ¿seguro? Me sonaba a cachetada. No me hacía ninguna
gracia. Que dudara de mi honestidad, a pesar de mis pocos años era
un grave insulto. Mi abuelo me inculcaba la importancia, la vital
importancia de tener un comportamiento intachable.
La mayoría de las golosinas se vendían a
granel, al peso. Un sábado por la mañana íbamos mi abuelo y yo a
comprar el pan y la prensa. La costumbre era elegir una chuchería y
me compraba una bolsa. Aquel sábado opté por pastillas de goma.
Abrí el tarro de cristal donde se guardaban, cogí una palada y las
metí en la bolsa de plástico que puse sobre el mostrador junto con
el periódico y el pan; mientras, mi abuelo conversaba con Horacio
sobre el mal horario de los “Micros” (que así se llamaban a los
coches de hora, a las guaguas de la época). Sin malicia cogí una
pastilla de goma y sin ocultarme la metí en mi boca y la chupé
disfrutando
su sabor a fresa, que fue la que
me tocó. Acabada la conversación, Horacio pesó las gominolas y le
dio la cuenta.
—59
ptas., Terio.
Al doblar la nevera, -que así llamábamos a la esquina entre la carretera y la bajada al Bebedero,
mi calle, porque justo la doblabas, te llegaba una intensa corriente
de aire helado-, me pregunta mi abuelo:
—¿Cogiste
una pastilla antes de que Horacio pesara la bolsa?
—Sí,
de fresa, abuelo, pero prefiero las marrones que son de cola.
Respondí con la inocencia del que no se sabe culpable de nada.
—¿Y
se lo dijiste a Horacio?
En ese momento, por su tono de voz y por una rápida reflexión del
hecho, con la voz insegura dije:
—No,
no. Y me paré.
Me estaba mirando. Sentí miedo y una gran vergüenza. Di media
vuelta y temblando volví al estanco. Había gente y esperé, pero
Horacio me pregunta:
—¿Qué
olvidaste?
—Nada,
nada. Es que…Y miré a la señora Bertina, la tía de José
Manuel, el de la casa de la higuera junto a la barbería.
El estanco quedó en silencio y ambos me miraban curiosos viendo mi
miedo, viendo mi vergüenza, y esperando a que dijera o hiciera algo.
Fueron segundos larguísimos hasta que sentí el calor de la sombra
de mi abuelo colocado en la puerta. No me atreví a mirarle.
Entonces...
—
¿Horacio que… Que cuando estabas hablando
con mi abuelo…Cuando estabas hablando con mi abuelo, yo cogí una
pastilla de goma y me la comí, y no te dije nada, y no te la pagué.
Fue un momento larguísimo en el que noté el calor del rubor y me
sentí abatido, como si mi honor, el de un niño de 12 años, se
hundiera. Algo que yo defendía como si de un caballero de la tabla
redonda se tratara. La figura de Terio, centrada en la puerta, le
indicó a Horacio que debía actuar con contundencia. Saqué una
pastilla de goma, de fresa, de la bolsa y se la devolví. Horacio se
mantenía en silencio y la señora Bertina también. Terio imponía y
no se atrevieron a minimizar mi acto. La vuelta a casa fue toda una
odisea para mí. Estaba deseando llegar y alejarme de esa presencia
que tanto me intimidaba y a la que tanto adoraba. Defraudarle suponía
una pequeña muerte. Una lección de sudor y lágrimas. En aquel
rincón donde me refugié al llegar a casa, hubo un momento en que le
odié. ¿Cómo él se atrevía a herir mi orgullo y a cuestionar mi
integridad? Él, él, que elogiaba mi comportamiento cívico,
esmerada educación, mi madura personalidad y mi concepto de los
valores humanos. Él, que me había instruido en todo ello, lo había
destruido de un plumazo y por una puta pastilla de goma. Me costó
entender el mensaje y me vio tan abatido que se apiadó y tras un
abrazo y un beso en la mejilla me explicó las razones de su
actuación.
—¿
Toñín. Tú mismo hubieras destruido tu imagen si Horacio pensara
que había mala intención en comerte la pastilla. Yo sé que no, y
Horacio, seguramente, también, pero no puedes arriesgarte a que se
pueda dudar. Hay que ser honrado y parecerlo. Quizá esto último es
más o tan importante.
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