O
Oscureció. De repente la ausencia
de color. Negro pálido enlutado de tristeza, de melancólica añoranza, con tonos
grises de pérdida, de adioses, de ceguera. Un agujero negro azabache se
atrincheró en mi cuerpo y la primavera y el verano abandonaron mis sentidos
dando su lugar al otoño y al invierno que se manifestaban en lágrimas como la
caída de las hojas y ríos de sangre helada como los gélidos lagos. Estaciones
que marcaban mi ánimo y no le permitían ver el sol ni sentir calor.
Físicamente el cuerpo me pedía
salir de ese estado y psicológicamente el cerebro reclamaba luz. Una sonrisa se
había convertido en un rictus feo y sin armonía. Se me habían agrietado los
labios por mi bioclima y al intentar sonreír me sangraban del esfuerzo.
Desistí. Mi mayor y única obsesión era posicionarme en el no pensamiento. Una
mente tan negra que me hiciera imposible tener la menor de las ideas o el mayor
de los recuerdos para no atormentarme. En mi vida, ¿vida?, reinaba, en régimen
absolutista, la horrible sensación de no querer vivir.
Desde los 13 años cuidaba de don
Marcial que inició sus juegos con mi culo sobándolo a la hora del desayuno,
cuando esmeradamente se lo llevaba en aquella bandeja de plata a la cama. Por
aquel tiempo contaba con la ayuda de “ña” Pilar. Era imposible que yo asumiera
todas las tareas. Aún no contaba con la fuerza suficiente para dominar el peso
muerto del inválido enfermo, y rico, muy, muy rico. Y caprichoso, muy, muy
caprichoso. Y tirano, muy, muy tirano. Debió de ser todo un galán en tiempos no
muy lejanos y su fama le precedía. No me desagradaban las manos de don Marcial,
claramente las prefería a las de mi padre que abofeteaban mis nalgas como si de
arrear un caballo se tratara. Por esos años, mi trasero no conocía más
apéndices que los suyos. Ambos con el mismo interés y con tanta diferencia a la
vez. La curiosidad, que mueve el mundo, se apoderó de mí. Quería saber, aunque
fuera temprana esa experiencia, el porqué de tanta distancia sensorial en un
mismo acto más allá de los protagonistas. Me preguntaba por qué no sentía lo
mismo con mi padre, el hombre que ayudó a que yo estuviera en el mundo, que con
un extraño como mi señor. No le gustaba ese título, siempre me recriminaba que
lo usara diciéndome:
-
Alba, don Marcial basta.
A
Alba es mi nombre y él me enseñó
su significado. No pega con mi piel
morena, pelo negro carbón y ojos oscuros, pero es el que tengo. Me extraña
oírlo ahora que sé la información que transmite.
Marcial también tiene su
significado. No sabía que los nombres propios tuvieran valor semántico alguno.
Bueno, en realidad, “solo sé que no sé nada”, como dijo Sócrates queriendo decir no que no
supiera, sino para indicar que no lo sabía con absoluta certeza. Eso también me lo enseñó mi señor. Perdón,
perdón, don Marcial. Todo eso me cautivaba, pero me empeñaba en comprender de
dónde salía tanto afán por el saber. Yo, que no sabía nada sino lavar, fregar,
coser y cocinar, pensaba que todo el conocimiento, todo el saber, todo eso a lo
que llaman cultura se reducía a las acciones que día tras día, los 365,- que
Don Marcial también me instruyó sobre la división del tiempo-, hacía desde que
mi cuerpo y mi mente habían adquirido razón y posición. Para mí el tiempo se repartía en las labores de la mañana, las del mediodía
y las de la cena. Entonces el tiempo se paraba como los quehaceres. Era la hora
de descansar y meditar en todo aquello que no entendía. Era lo que me gustaba
del trabajo en casa de don Marcial, que
todos los días, cuando se detenía el tiempo para descansar, tenía mucho en qué
pensar. En cambio, cuando él se iba a la ciudad, por eso del médico, y yo
volvía a casa de mis padres, el tiempo se tornaba insulso.
C
Cuando el día hacía honor a mi
nombre, sacaba del cajón aquel pañuelo
blanco níveo, de tacto sedoso y con un olor a limpio que inundaba mi apéndice
nasal haciéndome cerrar los ojos, y lo ponía a acariciar mis mejillas, mis
labios y mi cuello. Una experiencia onírica que durante unos escasos minutos me
hacía sentir especial, incluso bella. Me hacía suya, quedaba subyugada a él
esclavizando mis sentidos. Lo separaba de mí y me hería el desapego. Era
doloroso volver a introducirlo en su urna, que era un simple cajón de una
modesta cómoda. Respiraba hondo en un largo suspiro de despedida. Entonces, la
normalidad. Volvía a verme vulgar. Tanto poder en un sencillo complemento. Pero
necesitaba ese tacto, esos mimos que no recibía del ser humano. Ávida de
cariño. Más. Siempre se quiere más.
Procuré siempre ser totalmente
aséptica en mi trabajo. Ni dar ni recibir confianzas sino ceñirme a mis tareas
para evitar confusiones. Pero fue materialmente imposible. Por más que
elucubraba sobre cómo zafarme de las garras de la curiosidad por experimentar
todo lo que el mundo me ofrecía, no conseguía mantenerme ajena. Era como un
amor imposible. Se me ocurrían muchas cosas que transformaba en pequeñas
reflexiones y no las escribía porque pensaba que mis aptitudes para la
escritura no eran las idóneas, y eso que me animaban para que lo hiciera. Sin
complejos, conocedora de mis limitaciones. Un poco soberbia. Ese pecado capital
sobrevolaba mi temperamento. Gran observadora, me alimentaba de todo lo que
veía, oía o probaba. Una gran aprendiza y una maestra de las de la letra con
sangre entra.
D
Descubrí mis habilidades culinarias
y decidí explotarlas. Disfrutaba inventando platos que deleitaban los paladares
más exigentes. El solomillo, a pesar de ser el corte más caro es el más
insulso, así que lo trabajaba poco. Un día cociné un pollo en salsa de
ciruelas. Lamí las ciruelas y metí el pollo entre mis pechos antes de empezar y lo hice con lujuria. Pues transmití esa
pasión en los comensales. Noche de sexo en las habitaciones de los invitados.
Al parecer tu estado de ánimo se convierte en una especia más del plato que
elaboras. Y es verdad. El cariño, la pena, la pasión puedes probarlas junto con
las verduras, el pescado, la carne o el helado. ¡Ay, Un pareo! No, no, ¡un
pareado!
M
Me embelesaba verle limpiar con
ese esmero su pipa, me adormecía observarle proceder en esa tarea. Sus manos
limpias, uñas cuidadas y dedos gelatinosos que con el tiempo iban explorando
lugares más recónditos de mi culo proporcionándome un placer que me avergonzaba
y deleitaba a la vez. Con don Marcial los toqueteos eran diferentes.
No sé quién es el
padre de mi primer hijo ni del segundo, del tercero sí. El sobrino de don
Marcial, que en el estío de aquel año vino de visita a pedir dineros a su tío, se
fue sin los cuartos dejando una preñada.
Diecinueve años y tres hijos en
el mundo.
No estamos en 1800. Hoy es 23 de
septiembre del año 2013. Tengo 22 años y don Marcial se empeña en que aprenda a
leer y a escribir. Cada vez que cometo un error me castiga pellizcando delicadamente
mis pezones. Dice que tenga cuidado con mis pechos para que las maternidades no
los deformen. Todos mis hijos han salido muy mamones.
Se llama Marcial. Don es un
título, un tratamiento, como él me explicó. Régulo es mi padre. No don Régulo,
ni don Benito el del bar, Benito o Beni como le llaman sus parroquianos. Don, conozco
dos. Mi señor, perdón, don Marcial y don Severo, el cura de Tamargada, mi
pueblo. Don no es cualquiera. Es un tratamiento como me explicó él. ¿Y doña?,
¿existe doña? Conocí a “ña” Pilar, ¿pero era doña Pilar? No lo creo. Tendré que
preguntárselo a él.
E
En Tamargada tenía fama de puta
por ser madre soltera, aunque ningún varón del pueblo conocía mi cuerpo más
abajo de mis trajes, que eran tres. Dos mudas de entresemana y uno para las
fiestas. Pero parecía que todos habían visitado mi entrepierna y dejado billete
en mi mesa de noche.
Régulo no me trataba como hija sino
como puta. El parentesco, al parecer le otorgaba el derecho de gratuidad. Puta
me llamaba, pero nunca me pagaba. Los padres de mis hijos tampoco lo hicieron y
según don Marcial, la puta, ramera, prostituta, meretriz y más nombres que me
refirió eran aquellas que ofrecían sus favores carnales a cambio de un
estipendio. También me dijo lo que era estipendio, claro porque si no… ¿Saben
por qué se les llamaba “rameras”? Se colgaba una rama de olivo en las puertas
de las casas que ejercían tal gustosa actividad, y por eso se las llamó así.
Mis tres varones tenían sello.
Todos se parecían a sus padres. ¡Menos mal que no les puse el mismo nombre de
sus progenitores! Les delataría.
La primera vez que me besó con la
lengua se me mojaron las bragas. Pensé que me orinaba y no fue así. Me
temblaron las piernas y no estaba enferma, se me calentó el cuerpo y era
invierno, me mareé sin catar el anís. ¿Por qué? ¿Qué líquido había humedecido
mi ropa interior?
Aquella tarde tuve que ir al bar
de Benito a por un cuarto de vino pata blanco para la cena de don Marcial y
sentí como alfileres las miradas de todos los hombres taladrando mi culo, mis
senos, mi cintura y hasta mis muslos. Al salir tuve un sueño despierta en el
que todos me desnudaban a jirones con mi traje de primera muda y sus miembros
golpeaban todo mi cuerpo y me poseían a galope tendido. Fue apabullante.
Me empeñé en aprender con los
pellizcos de don Marcial y he de confesar que en más de una ocasión erré a
propósito para sentir cómo se dilataban mis pezones entre sus dedos
gelatinosos. Pronto leí, aunque tardé más en escribir. Me gustó leer “La
historia interminable” de Michael Ende. Luego me hizo leer el Quijote. “Obligada
lectura”, me dijo, así como las obras de don Benito Pérez Galdós, que nada
tenía que ver con el del bar.
C
Cuchillos, navajas, tijeras y
hachas eran instrumentos que se convertían en mis manos, daba igual derecha que
izquierda, en la continuación de mis miembros superiores. Mataba un pollo a 5
metros de distancia de certera cuchillada y a un ternero diana en su cuello a
10 metros con el hacha corta. Régulo era famoso navajero. De mi abuelo hablo,
pero también lo era su hijo, mi padre, pero ya no se estilaban los duelos a
navaja como antes por un quítame allá esas pajas. Mantuve con esas artes el
orgullo de una puta, pero honrada. Por costumbre siempre llevaba a mano una
mariposa que heredé de mi abuelo y que manejaba como un ratero del Bronx, así
me decía don Marcial cuando me vio hacer algunas filigranas con una navaja tan
complicada de manejar y que tanto juego daba para presumir de destreza. Aquella
tarde, saliendo de la farmacia, el hijo de Tanito y un par de colegas suyos
trataron de asediarme. Me espaldeé contra la pared trasera de la farmacia y les
dejé llegar hasta los dos metros de mí fanfarroneando con lo que me iban a
hacer y lo mucho que iban a gozar con sus juegos. Posé la bolsa en el suelo,
eché mano a mi espalda y brilló el plateado de mi navaja mariposa. Abro,
cierro, la paso de mano en mano y de un zarpazo rajo la camiseta del primero,
la cambio de mano y se la coloco en el gaznate al segundo, el tercero ya corría
mientras el primero se meaba en sus pantalones vaqueros ceñidos. La cierro en
el aire, cojo la bolsa y dándoles la espalda espeté:
-
Niñatos amariconaos.
Aquella noche, al pararse el
tiempo, me sentí ufana. ¡Qué sensación! Nunca le conté tal hazaña a don
Marcial, pero llegó a sus oídos y este fue su sermón:
-
Alba. Mi dulce Alba. Apretó con delicadeza mi
nalga izquierda y me sentó en sus inertes rodillas. La violencia para las
bestias. La razón es más poderosa que la fuerza física y la indiferencia la
mayor de las bofetadas. Notarás que a medida que veas aumentar tu conocimiento,
disminuirá tu carácter vehemente. El saber te da razones que el puño no alcanza.
En una pelea nadie gana,solo uno pierde menos que el otro.
Y así sucesivamente encadenaba
sus mensajes para que mis débiles entendederas llegaran a menospreciar el arte
de manejar la navaja ante la habilidad del uso de la dialéctica. Vamos, digo
yo. Y no con mis palabras sino con las suyas.
Esta historia no ha acabado, la
continuaré mañana.